Voy solo por primera vez en mi vida. La sensación es una mezcla de libertad, extrañeza y temor. A los coches, a los edificios, a las personas. Huelo mi propio miedo y ahora estoy encogido, hambriento y con ganas de dormir para despertarme de nuevo en la casa, lejos de la calle y del ruido. Pero no tengo sueño y no encuentro nada que comer. Me aferro a lo que ya no tengo, a quien sé que no va a volver, pero es lo único que me queda: el abandono. Lo malo es que no se come ni da sueño.

A mí me vendieron para regalarme. No es algo que en principio me importara, es el destino de muchos perros y yo soy uno más; lo que no quiero es ser uno menos. Soy de raza pero con una leve cojera que dificultaba que alguien me comprara. Tan sólo pude salir del criadero mediante una sustanciosa rebaja en mi precio, de ahí el nombre que me pusieron: Saldo. Me acostumbré a él, a la familia que me adquirió y procuré ser lo más cariñoso posible, aunque es cierto que nunca ha sido una de mis mayores habilidades. Soy de natural perezoso y huraño, me gusta que me dejen en paz y detesto las horas interminables de paseo y relacionarme con otros perros o seres humanos. A mí lo que me interesa es el lento transcurrir de las horas, los olores que llegan hasta mí sin tener que perseguirlos, observar cómo la luz del día se va poco a poco.

Por fin ha terminado esto. Cada año que pasa es peor; las primeras eran aburridas, ahora las comidas de Navidad de la empresa son insoportables. Procuro librarme pero no encuentro el modo. Todos saben que vivo sola, que voy del trabajo a casa y de casa al trabajo: no tengo excusas. Además se celebran justo al lado de la nave, nada más acabar el turno. En el polígono, que nos pille a todos cerca, dice la jefa.

Hay dos momentos terribles: el primero es nada más llegar, cuando me siento y noto las sillas vacías a mi lado durante minutos, hasta que la mesa se comienza a llenar y quedan pocos huecos. Entonces, a alguien le toca sentarse a mi lado y noto que se lo toma como un fastidio, aunque por poco tiempo: enseguida vuelvo a hacerme invisible y regreso a mi mundo interior, en el que los mediocres de mis compañeros y la idiota de mi jefa jamás podrán entrar. No necesito a nadie, solo el dinero suficiente para tener una casa y decenas, cientos, de discos de vinilo. Lo demás me da igual, hasta el capullo que un día desapareció por la puerta y no volvió.

Hace frío. Mucho. Me acurruco y lo sigo sintiendo. Los recuerdos de los buenos tiempos comienzan a desaparecer: me montaron en el coche, ella y él, como si no pasara nada. No fue un trayecto muy largo, viven en las afueras, cerca de los polígonos industriales. «Los niños ya se han cansado», decía él. «Buscaremos otro más sociable. Lo que no sé es que les vamos a contar», le dice ella. Se encogen de hombros, me abren la puerta y me dejan junto a un contenedor de basura. Aceleran.

El segundo momento terrible es la despedida: besos, abrazos, hipocresía a raudales, acentuada por las copas. Benditas sean: gracias a ellas, además de invisible, me hago transparente y desaparezco. Sabrán que he venido y les dará igual cuando me he ido. Abro la puerta, hace frío, mucho.

Una mujer abre una puerta. Sale de allí calor, comida. No lo dudo, no tengo el derecho ni la fuerzas para ello. Doy unos pasos y me pongo delante de ella. Me mira extrañada.

Un perro se planta delante de mí. Ha venido cojeando, más triste que un domingo de noviembre lluvioso. Es como un disco de blues con patas.

Nos miramos, nos entendemos, nos abrazamos y nos vamos juntos. Que le den al resto del mundo. Ellos sí que son de saldo.

[No compres animales; si quieres convivir con uno, primero piénsalo bien. Si estás seguro, adopta algún perro o gato que haya sido abandonado. Te darán cariño, mucho más del que imaginas. Puedes hacerlo en www.protectoramalaga.com, www.podencosymas.com, www.facebook.com/huellasmalaguenasrefugio y en otras muchas más].