Pareciera que las cabalgatas de reyes se han colocado durante estos días en el centro de la diana que continuamente tirotea la opinión pública. Vallecas, verbigracia. Ríos de tinta, oigan. Pero mi opinión sobre la llamada integración de la diversidad en el desfile navideño me la guardo para otra ocasión. Atendamos mejor a lo local para resaltar que, por primera vez en la historia de Málaga, salvo error u omisión, un negro, Brahima Taoré, ha hecho las veces de Baltasar en la procesión de Oriente. El asunto, en principio, me provoca una sonrisa de aprobación. Con tanta integración como abandera una ciudad como la nuestra, cosmopolita y acogedora, tampoco cuesta tanto escoger, de entre nuestros ciudadanos, a un negro para hacer el papel de negro. Aburre ya tanto caucásico blanco pintado con Kanfort. Pero vaya, que si le damos la vuelta al argumento, tampoco me parece que hubiera que rasgarse las vestiduras si un blanco reincidiera para colorearse la cara a fin de representar a Baltasar. No hay nada de racismo ni de anacronismo en ello, como ha llegado a decirse de manera exagerada. Tampoco hay que pasarse. No es más que un papel, una puesta en escena con la mejor de las voluntades. En cualquier caso, desde mi punto de vista, si es un negro quien este año ha interpretado a Baltasar, mejor que mejor. Pero no porque el negro haga de negro, que me da lo mismo, sino por dar cabida en el acto a todos los colores raciales. Para mí, lo verdaderamente rompedor hubiera sido que Taoré hubiera representado a Melchor pintándose la cara de blanco. Para dar a entender que es el tema de la integración el que prevalece y no los guetos de colores. A fin de cuentas, si nos ponemos puristas, las originarias fuentes del Evangelio de San Mateo no hablan de Reyes, sino de Magos, y tampoco se especifica que uno de ellos fuera negro, ni tan siquiera que fueran tres. Y es que, en definitiva, la cabalgata de Reyes, aunque tenga su origen primigenio en el Nuevo Testamento, no se configura como un acto religioso, sino social y de carácter lúdico e infantil. Posiblemente la conspiración más ilusionante que experimentan nuestros pequeños en sus primeros años de vida, mucho antes de que la rigidez de la madurez les enquiste la imaginación y los sueños hasta convertirlos en seres como nosotros, los adultos. Por mi parte, el pasado jueves, tuve la oportunidad de acompañar a mis hijos a la recepción que sus Majestades de Oriente tuvieron a bien conceder en el Salón de Tronos de la Cofradía de los Estudiantes. A los míos, los recibió Gaspar. Y les confieso que lo que al principio me planteé como un mero recurso para que mis criaturas pasaran la tarde se me transformó en algo verdaderamente emotivo. Aquel Rey Gaspar no estaba allí para pasar el rato, estuvo más que a la altura. Se levantó del trono y, con gesto sereno y mirada profunda, se dirigió a mis hijos. Les habló durante un buen rato, modulando el gesto, la palabra y los ademanes. Me dio la sensación de que algo bueno les enseñaba o les transmitía. Valores personales, valores de familia, quizá. Y ello con la máxima paciencia, dedicación y sin medir los tiempos. En aquel momento, cuando la humedad de mis ojos comenzó a reflejar las luces artificiales de la noche, me di cuenta de que tiene todo el sentido mantener esa ilusión y ese misterio de la noche de Reyes en la mente y en el corazón de los niños. Que su magia perdure cuanto más tiempo mejor y que se retrase hasta el infinito y más allá ese momento en el que los hijos se dan cuenta de que los regalos del seis de enero no vienen de Oriente, sino que los traen sus padres con el sudor de su frente. Unos padres que no son Reyes ni Magos, que viven con sus flaquezas y con sus debilidades. Déjenme disfrutar, hasta entonces, de esa ignorancia infantil, porque desde ella, me siento más grande y poderoso junto a mis pequeños. Como un dador de ilusiones o un reparador de sueños. Un verdadero Rey Mago anónimo. Qué más da si Melchor, Gaspar o Baltasar.