No se trata de elegir, más bien de disfrutar. En la realidad (esa cosa que cada día se oculta más bajo tanta virtualidad) sucede ahora más bien lo contrario: hay demasiado para escoger. Las opciones son innumerables; las posibilidades, ilimitadas. Podría discurrirse que es agradable lo de tener tanto donde fijarse, si no fuera porque escalar la montaña de artilugios y ofertas es tan trabajoso que no da tiempo para pensar. Hace poco decidí adquirir un proyector para los talleres de escritura que imparto y aventuré que en una mañana podría decidirme sin más problemas. Ante la mirada imponente de proyectores y la profusión de páginas webs donde expertos me aconsejaban cuál era el mejor para lo que precisaba, intenté ajustarme a un precio; fue peor, porque ante mí se abrieron aún más proyectores, más dudas y la certeza de que no importaba cuál comprase, me iba a equivocar. Finalmente me hice con uno que, si bien cumple razonablemente mis expectativas, se queda corto en unas cosas y largo en otras, y sabiendo que hay otros parecidos, vivo con la incertidumbre esperanzada de, algún día, poder cambiarlo por alguno más adecuado. Más que comprar un proyector, he adquirido una frustración. Eso sí, de muchos lúmenes.

Lo mismo ocurre con los móviles, los coches o las chuches. Uno entra en una tienda de golosinas, en un chino o se acerca a un quiosco -de los pocos que resisten- y queda patidifuso ante la amalgama de colores, olores y sabores que se despliegan. Es un arcoiris dulzón, que te atonta y a la par te embriaga, sin más remedio que dejarte seducir por él. Uno va con la idea de acompañarse de algunas chuches, dulces o saladas, para leer un libro, ver un partido o una peli y se encuentra con un atolondramiento anestesiado, que te invade mientras deduces si a una novela negra le irán bien los gusanitos sabor queso o unos dedos cortados, gomosos y que parecen señalar al culpable. La cosa no mejora para las nuevas generaciones de infantes, que se cuadran extasiados ante las cajitas transparentes, infinitas, que ofrecen promesas de azúcar y sal, sin terminar de saber la que es su preferida. Y claro, siempre te llevas más de las que tenías pensado y menos de las que te han entrado ganas. Es tan perfecto que es diabólico.

En esos momentos recuerdo la simpleza abrumadora de cuando iba al colegio, allá por los años setenta. A la salida se solían instalar puestos ambulantes donde se ofrecían altramuces, pipas, avellanas y algunos chicles. Ni había ni hacía falta más: para la chiquillería de aquella época era condición necesaria y suficiente que a juicio de nuestras madres nos ensuciara el estómago y nos hiciera comer el potaje de lentejas o merendar el bocata preceptivo con desgana y desapego. Así, el crujir rítmico de las pipas de girasol, la habilidad innata de pelar el altramuz con los dientes para alojar en la boca la perla amarilla y crujiente o el partir las avellanas y sentir en las manos el olorcillo de lo recién tostado no eran decisiones, sino un mero disfrute.

Y aún había ocasiones en las que aparecían dos personajes que nos intrigaban, pues si el puesto era algo regular y previsible, el hombre del palodú o el del cañadú aterrizaban desde el cielo de lo sorprendente solo muy de vez en cuando. Además de ser barata la mercancía, representaba un desafío para los por aquellos años incipientes urbanitas lo de morder una planta sin procesamiento alguno; nos parecía una vuelta a los orígenes de algo que habíamos conocido de pasada -como las vaquerías antes del cartón de leche- y que en cierta medida estaba aún presente en nuestras costumbres, que se resistían a desaparecer aun sabiendo de antemano que eran un espejismo del pasado. Así, el palodú y el cañadú antes que deshacerse en nuestras bocas se nos quedaban en los dientes, restos atrincherados en un combate desigual con lo que vendría después, con la industria colonizando el paladar, el bolsillo y el cerebro, como metáfora de lo que no fuimos pero en realidad éramos y en algún momento dejamos de ser: niños y niñas que no teníamos que elegir, solo nos estaba permitido disfrutar.

augusto@mitaddoble.com