Yo creía haberlo visto todo hasta que a mi espalda escuché el traqueteo de una maleta, el aviso en sensurround de un turista. Efectivamente: una unidad familiar de nórdicos despistados bajaba a golpe de sandalia hacia Fuentolletas. Como las marcas que en las riadas se hacía en los edificios, estuve tentado de apuntar en el muro más cercano «Hasta aquí llegó el alquiler turístico en la gran avalancha de 2018».

Ya habíamos visto a algunos despistados, subiendo de la plaza de la Merced, aferrados al plano como náufrago a madero, con cara de «Olaf, ¿seguro que por aquí se llega a esa maravilla del barroco, a esa explosión de belleza que es la Basílica de Santa María de la Victoria? ¿Seguro que esta calle, sucia, estrecha, ennegrecida y devastada es el camino, Olaf?». Pero fueron pasando ese calvario, llegaron a La Victoria (el Trastevere malagueño) y si la han sobrepasado, ya no hay límite.

El alojamiento turístico hoy en día es, como el azúcar: el culpable de todo. Gentrifica, encarece, incomoda, empobrece y depreda. Y no es así. Responde a un nuevo formato de turismo (prueben a alojarse en hoteles viajando con niños, con las limitaciones que suponen la oferta hotelera, y no sólo de precio, que no es manco) y ha supuesto la recuperación de muchas calles, del Centro y no tan del Centro. ¿Debe regularse? Por supuesto. ¿Limitarse? Posiblemente, pero según en provecho de quién. ¿Ruidos y molestias? La mala educación no sólo se aloja en apartamentos turísticos, y no faltan edificios de sufridores por un propietario cimarrón. Si Málaga es una ciudad de servicios, que es el pan y también sus migas, ocupémonos de que éstos sean los mejores. Regúlese, exíjase y sanciónese para que todo el mundo juegue con reglas terminantes. Eso, o clonamos a Manuel Agustín Heredia y que el alcalde inaugure La Constancia II.