La tecnología avanza que es una barbaridad. Google empezó siendo un buscador y ahora encabeza la carrera por la investigación y el desarrollo. Su última ocurrencia es Google Duplex, un pasito más en el avance de la inteligencia artificial por el que una máquina puede llamarte y mantener una conversación coherente, y a la inversa, que tu móvil llame a un tercero siguiendo tus indicaciones para reservar mesa en un restaurante, coger hora en la peluquería o sacar entradas de cine, y todo eso con una voz calcada a la tuya.

Ya hace tiempo que se habla de una nueva revolución industrial. Los robots sustituirán muchas facetas y actividades del ser humano, de hecho, ya hay cientos de congresos preparando el terreno para establecer los derechos de las máquinas o los impuestos que supondrán tales cambios. Conferencias impartidas por juristas, científicos, sociólogos, psicólogos y todo aquel que tenga algo que ver con la regulación y adaptación a los nuevos tiempos. Quien se niegue a aceptarlo o dé la espalda a lo inevitable, como los jornaleros del S.XIX, tiene la batalla perdida de antemano. Este sistema de Google Duplex así lo demuestra, inteligencia artificial a un clic de distancia, una red neuronal recurrente que nos hará la vida más simple a cambio de un precio: la anulación y extinción de cientos de miles de puestos de trabajo. Llegará el momento, más pronto que tarde, en que se alcance tal nivel de perfección que recibas una bronca de tu madre versión 3.0, perfectamente estructurada, de lógica aplastante, una discusión abocada a tu fracaso. Aunque, pensándolo bien, eso lleva ocurriendo desde que el mundo es mundo. Imagínense un robot diciéndote qué harta me tienes, ni fiesta ni fiesto.

Estos avances se nos venden como pasos necesarios en la evolución pero, como todo, conllevan problemas de transparencia y seguridad. Hemos dejado nuestra vida, nuestra intimidad y nuestra economía en manos de los ordenadores y, por extensión, de quienes los manejan. Aquellos raritos de la clase que compraban la revista OK Computer en vez de jugar al fútbol dirigen el universo conocido, y nosotros tan contentos. Coches inteligentes, casas inteligentes, banca inteligente (disculpen el oxímoron), hasta que llega el hacker de turno y te echa abajo el invento, roba tus datos y te arrebata esa falsa sensación de vivir protegido, a la última, feliz.

No falta quien exige que Google advierta que vas a mantener una charla con una máquina, como cuando te anuncian que la llamada puede ser grabada por motivos de seguridad, así tú eres consciente de que todo lo que digas podrá ser utilizado en tu contra. Hablar con una máquina implica directamente perder la privacidad, pues ya sabemos que todo lo de internet deja una huella digital indeleble. Alguien, en algún búnker, procesará la incómoda conversación con el robot de tu urólogo. Un día nos despertaremos para descubrir que Big Data se ha quedado más obsoleto que el papiro, y aquel picor sonrojante en tus bajos será rescatado cómo y cuándo un informático quiera.

A mí esto me acojona, me pone muy nervioso, y eso que no tengo nada que ocultar, o eso creo, pero me intranquiliza sobremanera enterarme de que usted padece ese picor. Hay cosas que prefiero no saber. Y no hablo del futuro, hablo del día de hoy. El asistente de Google le escucha y almacena sus audios incluso cuando su teléfono no está conectado a internet, y no es ciencia ficción, ocurre ahora mismo, mientras usted me lee. Ojiplático me deja también el saber que mi móvil puede ser geolocalizado en un punto exacto del planeta hasta un año después de haber estado en un lugar. Espero que dentro de un año nadie descubra que este fin de semana estuve en Portugal viendo en directo a Alfred y Amaia en la final de Eurovisión. Qué vergüenza, antes muerto.

Y esto es de lo que nos enteramos, de las tecnologías que entidades como la Agencia de Seguridad Nacional y la NASA, o empresas como Facebook, comercializan por estar descatalogadas en lo que a modernidad se refiere. Qué no estarán investigando y serán capaces de hacer ahora. Supongo que ya nos enteraremos dentro de diez años.

Sólo hay una cosa que no me preocupa, que me da una paz absoluta, y es la imposibilidad manifiesta de que esas nuevas tecnologías se adapten a España en general y a Andalucía en particular. Me imagino la centralita de Google Duplex explotando al procesar mi conversación: Lavín compae, qué perita illo. Ven acá pacá, flipao. Póh eso, que no ni ná.

Chúpate esa, Google. Game over.