Robar manzanas es un delito. Como también lo es el robar aguacates o limones. Pero robar aceituna es, además, un sacrilegio. Un agravio imperdonable contra la poesía, la tierra, la familia y la ancestral simbología histórica de todas las civilizaciones y familias que han circundado los linderos de nuestro Mediterráneo. Sí, el Mediterráneo. Ese mar antiguo que referenciaba Manolo García, «madre salvaje de abrigo incierto que acuna el olivar». Entre todas esas civilizaciones o culturas, también se encuentra la nuestra, nosotros mismos, nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros ancestros. Las provincias andaluzas, algunas más que otras, son propietarias a título universal de multitud de himnos que las han catapultado hacia el reconocimiento y la gloria. Y, en este orden de ideas, siempre desde mi subjetividad, el himno que eleva a Jaén por encima de todas las cosas no es otro que aquel poema, Aceituneros, de Miguel Hernández que popularizaron, entre otros, Jarcha o Paco Ibáñez. No en vano, como ustedes ya saben, los versos de Aceituneros se alzan como himno oficial de Jaén. En lo que se refiere a las distintas denominaciones del fruto, las variantes son, como poco, curiosas. Mientras que aquí se nos antoja un platito de aceitunas a la vera de la caña, en Sevilla pueden escuchar que, junto a la cervecita, lo que se sirven son unas olivas u olivitas. Tanto da una cosa o la otra. La diferencia entre los términos es meramente etimológica. Mientras que el término oliva procede directamente del latín, la expresión aceituna deriva del árabe hispánico azzaytúna, que se desmembró del árabe clásico zaytünah y éste del arameo zaytünä. En lo que a mi contexto de denominaciones le trae a cuenta, también recuerdo que mis abuelos se referían al árbol en femenino, esto es: «Voy a echarle un ojo a las olivas», no a los olivos. Pero, anécdotas aparte, de cualquiera de las maneras, la aceituna, sea de la reina, de verdeo, dulzal, gordal, manzanilla, picudilla, tetuda o zorzaleña, entre otras mil variantes que sin duda desconozco, ha protagonizado nuestras mesas desde que el mundo es mundo. No así la zapatera, que se dice de aquella que ha perdido su color y su sabor por haber comenzado a pudrirse. Sin olvidar, por supuesto, La Española,, faltaría más. «Una aceituna», como cantaba la publicidad televisiva, «como ninguna». En cualquier caso, lo que sí está claro es que, si uno quiere zambullirse profesionalmente en este mundo, hay que saber. Aún recuerdo, allá por 1997, cómo me comentaba mi padre el espantoso ridículo que generó el, por aquel entonces, comisario europeo de agricultura Franz Fischler cuando, en una visita a una finca de Córdoba, acompañado por la ministra Loyola de Palacio, echó mano a una rama de olivo, arrancó una aceituna negra y, así sin más, se la metió en la boca. No sabía la criatura que el asunto precisaba de un proceso previo de aliño hasta que sus acompañantes le advirtieron que aquello no se comía así. Como también recuerdo, desde pequeño, ver en casa de mis abuelos, apoyadas en el rellano de la escalera que, junto a la cocina, subía al dormitorio, las varas que se utilizaban en la recolección. O, siguiendo con la jerga, cómo olvidar aquel chiste o chascarrillo de mi grandísimo amigo y compañero Manuel Machuca, en el que una pareja de guardias civiles paraba al tipo que, saco al hombro, venía de robar aceituna y le soltaban aquella exhortación lapidaria de «parecen gorduelas pa ser rebuscás». Y ello trae a colación que, a finales del mes pasado, la Guardia Civil desarticuló un grupo criminal asentado en Málaga y dedicado al robo de aceitunas en fincas de varias provincias andaluzas. Un delito contra la propiedad, sí, pero también un sacrilegio contra la «hermosura de esos troncos retorcidos», contra la «tierra callada, el trabajo y el sudor» que, «sol a sol y luna a luna» pesan sobre los huesos de aquellos aceituneros altivos, volvemos a Miguel Hernández. Decidme en el alma, ¿quién?, ¿quién nos robó los olivos? Que los hados del Mediterráneo se alcen contra los causantes y los maldigan. Y también a sus hijos. Y a los hijos de sus hijos. Seguro que en las detenciones se escuchó aquello de mi compadre: «Parecen gorduelas pa ser rebuscás».