Conozco personas que son un aforismo o un verso. La escritura del destino, quebradizo, romántico, imaginativo y sin condiciones, les despertó de repente la vida convirtiéndolas en un proverbio. En esos poemas a los que uno acude para seguir creyendo en que siempre el corazón es posible. Ninguna de estas personas a las que les he dado un abrazo sin protocolo, o un beso al que no le importa mancharse de humanidad y de mejilla, saben que son una máxima, un adagio, un haiku. Y en algunos casos un microrrelato en el que al despertarse el dinosaurio no seguía allí. Tampoco entraña problema su desconocimiento. Su humildad precisamente consiste en la entrega con las que sobreviven a diario en precario equilibrio, pájaros de vuelo bajo en medio de un aire frágil. Y a pesar de todo, convencidos y convincentes en la alegría que los sustenta frente a los vaivenes de la intimidad en su desgarro. Sólo, cuando se expresan entre afectos, confiesan que un día imprevisto, otro más en el que habían vuelto a perder al ajedrez, un susurro al oído los salvó de su naufragio. De repente el oleaje de su deriva fue el desenlace de una esperanza que no suele llegar a tiempo. Ellos, con la identidad en quiebra del sujeto, tuvieron el ángel, la suerte, el golpe del viento, la extraña fuerza interior recobrando brújula, y desde el precipicio de su dolor cruzaron a ciegas para sacarse adelante. Lo ignoran, pero así se transformaron en personas a la que leer y subrayar.

María, como la conocemos en el barrio, es una de ellas. No hay drama al que no se le pueda cortar de largo, meterle el dobladillo, zurcirle el siete ni plancharle las arrugas. Sólo se necesita enhebrar la aflicción con un hilo de luz, tener esfuerzo de voluntad y el cariño de ofrecer a los que se han ido la tarea de seguir viviendo para no dejar solo su recuerdo. Lo explica con voz serena esta mujer que escribe con aguja en voz baja. No es fácil ponerle una sonrisa al espejo cuando se abren los ojos desde la muerte en accidente de un marido y un hijo, y después la de otro con orfandad superviviente y miedo ante un cáncer soplándole en el pecho a su madre. María ha aprendido a hacerlo.

Cosiéndose despacio las heridas hasta dónde se puede por dentro, y abrigándose con los encargos de su trabajo. Un vestido, un pantalón, ropa de temporada y de fiesta. Con las hebras de lo cotidiano y de la elegancia de otros ha ido confeccionándose su coraje, los pequeños goces sobre los que les cuenta a sus fotografías, y a sus clientes con la delgadez de su fe optimista. Encorvada en su oficio su ternura al lado de la radio por compañía, y cuando los ojos no hilvanan la urdimbre se refugia en un buen libro de poemas para templar la tristeza arisca y seguir cicatrizando su vida destemplada.

Antonio Roa es otra. Únicamente escuchándole por teléfono su insistencia educada en involucrarte en sus Encuentros de Poesía en Puente Genil, ya te cae bien. Transmite una voz nerviosa, una de esas que va corriendo de una idea al agradecimiento, dejándose por el camino el revuelo de alguna que otra pluma blanca. Esas que a uno le caen al doblar una esquina, o que te resbala sobre el hombro, sin descubrir si ha sido el roce con la velocidad invisible de un ángel de los de Cobos Wilkins o de los de Ana Blandiana. No son iguales. Los del onubense tienen una biografía impura; los de la escritora rumana dejan la huella de sus dientes en los mendrugos de pan que comparten con los niños. Son como los de El Cielo sobre Berlín de Wim Wenders, se confunden con el peso de los humanos como una sombra en blanco. Igual que el folio acerca del que esta rumana valiente, de padre y de cultura en rebeldía contra la dictadura de Ceausescu, dice que le permite a su poesía descifrar las huellas que no se ven en el fondo vacío de tinta, pero que existen y esperan a que ella las pase a limpio. Po eso uno de sus libros se llama Mi patria A4. También Antonio Roa, que le escribió admirado de su obra a sus traductoras, Natalia Carbajosa y Viorica Patea, para hacerle un homenaje, fue una vez una página con renglones equivocados en pendiente y letra emborronada. Un escenario de fantasmas en el que una radio -siempre la radio y sus voces al otro lado, tocándote la imaginación, restándole a la soledad aislamiento y abandono- le abrió la puerta de La estación azul. Ese andén al que arriba y del que parte la poesía desde hace 14 años, dirigido por Ignacio Elguero acompañado desde siempre por otro poeta como Javier Lostalé, además de Cristina Hermoso de Mendoza y de Jesús Marchamalo.

Nunca más tuvo la detonación de un grito dentro de su silencio este hombre al que nada más ver en persona, saltando hacia delante como si empujase al tiempo para acortarle las prisas, te certifica que es uno de esos tipos que saben ganarle a los problemas una sonrisa. Desde aquel tren al que se subió en marcha no dejó de apuntar en libretas, esposadas por el lomo y numeradas, los nombres de los poetas y sus versos como esquejes para salir a la vida y conversarla desde la poesía. Sencillo machadianamente, perito en lunas desde húmedas celdas donde la esperanza es a veces una biblioteca, Antonio Roa metamorfoseándose inconscientemente en un poema de León Felipe que cruza entre la gente y nos mancha de la vida limpia que desprende en su vuelo.

Infatigable, generoso, con el apoyo de Gema Albornoz y un escaso presupuesto, lleva seis Encuentros anuales en Puente Genil acercando la poesía a una fábrica de carne de membrillo, La Góndola; al mercado de abastos para celebrar entre pescado, frutas y la cantina de paso los dieciocho años de la revista El coloquio de los perros; poemas con escamas de plata, y la performance del joven colectivo DesnudArte con sus «Tres mujeres de copa», que tendieron entre ajuares humildes las esperanzas y dignidad femeninas -escritas por las poetas del 27 en segundo plano- que todavía no tienen esplendor de libertad en sus alas. También al despacho del alcalde que lo avala, aunque más tendría que respaldar económica y socialmente la labor con la que Roa está haciendo de Puente Genil un referente poético. Y de noche a La Alianza, la primera central eléctrica de Andalucía y segunda de España, en cuyo patio la poesía fue turbina en las voces de Juana Castro, de Ángeles Mora, de Raquel Lanseros, de Cecilia Quílez, con la épica de sus lenguajes dándole la vuelta a los arquetipos, con su conciencia de vivir el mundo desde la diferencia, escribiendo para ser las mujeres que querían ser, y buscando lo humano en la poesía. Esa misma que para Ana Blandiana consiste en escribir en una lengua que nunca se domina del todo. El colofón lo puso Paco Damas cantando un didáctico disco rockero dedicado a Las Sinsombrero que echaron al aire su lirismo subversivo a favor de la vida traducida desde lo femenino. Fueron sus poemas el broche a los de Ana Rosseti, Concha García, Chantal Maillard, Alejandro Céspedes, Pablo García Baena, Antonio Luis Ginés, de este y los años anteriores. Citas en las que igualmente intercambiaron el color de las palabras, el teatro y la plástica -junto al gemido del río en serpiente verde- el Sr. Chinarro, Sigfrid Monleón, Isabelle Stoffel, la música de Chefa Alonso y el baile sensorial y onírico de Lola Jiménez, alfabeto en rojo dibujándose en una pared bajo un tejado con hierbas despeinadas, en la noche de agua con pestaña de luna en el cielo.

Está claro con lo que les he contado, al amanecer de las hogueras en las que quemamos ayer los miedos, lo que nos abruma y lo viejo, y conjuramos los deseos que soñamos. La poesía nos endereza la columna vertebral y ayuda al corazón. Nos salva y nos libera. Nos enseña a ser lo que nos subraya por dentro.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es