Hace ya un par de días me llamó mi admirable amigo y siempre docto maestro, don Ricardo del Cid. Me comentó que entre los papeles de su biblioteca había encontrado un ejemplar de la revista turística «Andalucía Única». Fechada en mayo del 2013, en la página 29 contenía un artículo de un servidor de ustedes dedicado al Hotel Brown´s, el de la londinense Dover Street. Era obvio que a don Ricardo -un buen conocedor de la gran literatura británica- ese modesto texto le había encantado. Me sentí muy honrado por sus generosos comentarios, siempre eruditos e interesantes. Me animó a publicarlo de nuevo. Es un honor por lo tanto para este humilde escriba; el atender esta petición de un gran amigo, un muy respetado personaje de Málaga, su ciudad natal, a la que ennoblece con su presencia, su sabiduría y sus muchas virtudes. Por lo tanto, a partir de este párrafo reproduzco con cierta emoción aquel texto, escrito y publicado hace un lustro:

Siempre he sentido debilidad por los grandes hoteles de este planeta que llevan más de un siglo haciendo las cosas muy, muy bien, día a día, minuto a minuto. Y esta debilidad se convierte en una franca admiración cuando a uno de esos hoteles le sobran todos los adjetivos y además se complican la vida para no dar la poco elegante impresión de querer ser los más opulentos, los mejores. Como aquel personaje del «If» de Rudyard Kipling. Dicen que Kipling escribió El Libro de la Selva en su habitación en el Brown's, convertida ahora en un comedor privado, lleno de recuerdos del escritor.

Probablemente el Brown's es el hotel más inglés del mundo. Hasta el nombre es perfecto. Es éste sencillo, sin pretensiones, cálido y sólidamente británico, en su combinación de vocales y consonantes que cierra un muy oportuno genitivo sajón: Brown's. Fue siempre el hotel londinense preferido por los miembros de la realeza europea que por diversos motivos residían en Londres. Y fue el hotel usado como un «pied-à-terre» por conocidas familias británicas que valoraban sobre todo la discreción y los valores de los «country squires» que el hotel obviamente también apreciaba. Era bien sabido que los más prominentes clérigos de la Iglesia de Inglaterra lo preferían a otros establecimientos más frívolos y mundanos. Como lo preferían ilustres médicos, juristas y académicos, además de escritores de gran fama, como Agatha Christie, Oscar Wilde, Arthur Conan Doyle, Bram Stoker o Robert Louis Stevenson. Todos sintieron una especial predilección por el Brown's.

Alexander Graham Bell se alojó en el Brown's en 1876. Allí hizo la primera demostración en Inglaterra de su invento: el teléfono. Allí se alojó también Don Carlos, pretendiente al trono de España. Se decía que el emperador Napoleón III y la Emperatriz Eugenia de Montijo habían pasado una noche en el Brown's, en el más riguroso incógnito, después de la derrota de Francia en la Guerra Franco-Prusiana. Teodoro Roosevelt pasó allí los días que precedieron a su segunda boda. Otro gran presidente norteamericano, Franklin D. Roosevelt, pasó en el Brown's su luna de miel con su flamante esposa, Eleanor. Las Familias Reales de Holanda, Bélgica y Grecia consideraban al Brown's algo más que su casa en Londres. Especialmente en momentos muy complicados para sus países. Y cuando el emperador Haile Selassie huyó de Abisinia, invadida por los camisas negras de Mussolini, se refugió en el Brown's londinense. Como el Rey Zog de Albania, hallando ambos el mejor refugio del mundo en aquel hotel que no parecía un hotel.

El Brown's fue inaugurado en 1837 por James y Sarah Brown. James Brown había trabajado como mayordomo de una prominente familia de la nobleza británica. Sabía ser un gran señor. Un año antes había contraído matrimonio con Sarah Willis, la que fuera la fiel doncella de Lady Byron, la viuda del gran poeta y héroe nacional. Los Brown sabían que Dover Street, en el elegante barrio de Mayfair, por su proximidad a las tiendas elegantes de Bond Street y la cercanía de Hyde Park y Green Park, sería un lugar perfecto para un hotel muy especial. En 1837 (el año de la Coronación de la Reina Victoria) los Brown compraron la casa número 23 de la Dover Street, un elegante edificio construido a finales del siglo XVII. Un año después de la apertura, James Brown adquirió también la casa número 22, colindante con su hotel. El número 24 fue comprado en 1844 por estos incansables hoteleros. Y el año siguiente el número 21. Los cuatro edificios conservan sus fachadas originales en la Dover Street.

Y cuando la Gran Exposición Universal de Londres abrió sus puertas en Hyde Park en 1851, en aquel portentosos edifico de hierro y cristal que diseñara el genial Sir Joseph Paxton, el maestro jardinero de Chatsworth, se ofrecieron verdaderas fortunas por poder disponer de una habitación en el Brown's, un hotel distinguido y bien llevado, tan solo a quince minutos a pie del pabellón de la Exposición. En 1859, James Brown, agotado y con problemas de salud, después de una dura vida de trabajo y lucha, decidió ofrecer su hotel a James John Ford, un granjero de Wiltshire que había hecho fortuna en Londres, donde gestionaba como propietario el Ford's Hotel en Manchester Square. Esa misma noche firmó éste con James Brown su compromiso de adquisición del hotel. La señora Brown, ausente de Londres, montó en cólera con su marido cuando supo que el Brown's ya no les pertenecía. Contrató Mrs. Brown a los más prestigiosos abogados londinenses. A pesar de sus esfuerzos la venta del hotel no pudo ser anulada. James Brown falleció un año después.

Henry Ford, el hijo del nuevo propietario, apuntaba maneras de ser un buen empresario. En 1882 su padre le hizo venir desde Canadá donde trabajaba para la Canadian Pacific Railways desarrollando los nuevos ferrocarriles que estaban abriendo para la civilización el oeste canadiense. James John Ford le pidió que se hiciera cargo de la dirección del Brown's . Fue una buena idea. En 1889 Henry Ford compró el St. George's Hotel en Albermale Street, lindando con el Brown's. Unieron ambos edificios y el hotel pasó a llamarse el Brown's and St. George's Hotel. Todavía se conserva un rótulo en el exterior con ese nombre, que en realidad tuvo corta vida, ya que todo el mundo seguía llamando a aquel hotel, encantador y arquitectónicamente caótico, simplemente el Brown's. En 1906 las tres casas colindantes en Albermale Street fueron compradas. El hotel era en realidad un conjunto de once edificios diferentes, algo muy complicado para una explotación hotelera. Pero al mismo tiempo esto lo hacía un hotel único en muchos aspectos. Y todos atractivos. El que el desayuno pudiera llegar a una de las habitaciones más alejadas en unos pocos minutos era una utopía. Por supuesto, la velocidad en el servicio no era una preocupación para los huéspedes de un hotel que tenía sus propios ritmos y donde el encanto de otras épocas y el ambiente eduardiano sin complejos eran uno de los incentivos más poderosos para alojarse en el Brown's.

Henry Ford se retiró en 1928, después de 46 años en la dirección del hotel. El Brown's fue adquirido por una familia de famosos hoteleros suizos. En 1948 pasó la propiedad a Trust House Forte, Ltd. La cadena hotelera creada por el dinámico empresario de origen italiano Sir Charles Forte. Invirtieron mucho dinero en mejorar el Brown's, sin tocar las esencias. Lo hicieron muy bien. Aunque confieso mi pánico cuando me enteré que en 2003 el hotel fue adquirido para integrarse en la Rocco Forte Luxury Collection, el grupo de hoteles de lujo creado por el hijo de Sir Charles. Todavía me acordaba del desgraciado experimento minimalista realizado por ellos en Le Richemond de Ginebra, uno de los hoteles más elegantes y con más personalidad de la ciudad suiza, convertido en una triste sombra de sus antiguas glorias.

Afortunadamente era evidente que no había ningún motivo de alarma en el Brown's. El hotel estaba espléndido. Renovado e impecable con 117 habitaciones perfectas y 29 suites de gran calidad. The Albermale ofrecía una poderosa carta de especialidades británicas además de una alta gastronomía fuera de toda discusión. . The Donovan Bar era una delicia en todos los sentidos. Y sobre todo la vieja Brown's English Tea Room, después de un siglo y medio seguía siendo uno de los mejores lugares en este planeta para tomar el té. Puedo dar fe de ello. Cuando estuve allí hacía un día muy poco agradable. Helado y lluvioso. Podía nevar en cualquier momento. Desde luego parecía que había sido preparada aquella sombría tarde londinense para poder apreciar mejor el rito del afternoon-tea en aquel salón centenario, con sus maravillosas «boiseries» y sus dos gloriosas chimeneas.

Escoger el té ideal entre aquella selección de los mejores tés del mundo fue tarea complicada. Como lo fue el escoger unos «scones» calientes con mantequilla y aquellos pequeños sándwiches de pan integral, o unos pasteles irresistibles. Y todo colocado según la tradición en una vajilla para coleccionistas sobre un mantel de hilo irlandés, terso y crujiente, como fondo de una cubertería que solo podía ser discretamente excepcional. Las conversaciones eran en tonos sumamente civilizados y respetuosos con los demás y nada ni nadie desentonaba en las mesas a mi alrededor. Llegué a la conclusión que el Brown's seguía siendo un mundo muy especial y me preparé a tomar un té inolvidable.