Ahora que el Mundial de fútbol, aunque siga, va quedando cada vez más lejos, me viene a la memoria aquella ocasión en que España también fue eliminada pero el campeonato siguió aquí. Y no os preocupéis, no voy a hablar de la selección francesa de Tigana, Rocheteau y Battiston (que sufrió una falta terrible y repugnante por parte del portero alemán Schumacher) ni del épico partido entre la Brasil de Zico -eso sí era una canarinha y no la de ahora- y la Italia de Rossi y Dino Zoff, que al final resultó campeona ante Alemania; vamos a salirnos del campo de fútbol y vamos a pasear por las calles de la Málaga de aquel verano de 1982.

La ciudad de aquella época no se parece mucho (¿o sí?) a la de ahora. Aún los coches no habían invadido con esa insolencia ruidosa el noventa por ciento del espacio urbano y era bastante común encontrarse en medio de una calzada secundaria a un grupo de chaveas echando una pachanguita; si algún coche pasaba en aquel momento, esperaba con la mayor paciencia del mundo a que la jugada en transcurso acabase, momento en que los futboleros de barrio y asfalto, de pelota remendada o de trapo, aprovechaban para refrescarse un poco mientras el vehículo atravesaba el campo de juego. Hoy en día, si alguien contemplara esta imagen la retransmitiría por Twitter, se avisaría a la policía y les caería un buen paquete a los papás, que, resignados, sirven de chóferes y llevan a sus niños a actividades deportivas en recintos cerrados y programados. Así, del paisaje urbano han desaparecido para siempre las rodillas con su postilla y su toque distintivo de mercromina.

Los que ya tenían algo más de edad y aspiraban a otras cosas diferentes como la amistad o el amor no se conocían a través del ordenador o de una aplicación de contactos; se hacía todo de un modo más directo, el peligro de ser rechazado en tu propia cara añadía tanto riesgo a la jugada que muchos no querían atreverse, y el rey de las discotecas solía ser el más lanzado o el que menos vergüenza tenía, si bien a la hora del baile lento cada cual buscaba su oportunidad.

La gente más mayor no se refugiaba en los centros comerciales ni compraba desde el sofá de su casa a empresas lejanas y automatizadas, de esas que cuentan a los trabajadores los pasos que dan en el almacén y los minutos que se limitan solo a respirar; era habitual que en las tiendas de comestibles se formaran corros en torno a unas birras y una lata de mejillones o anchoas abiertas para la ocasión; por supuesto, con casi todo el mundo fumando mientras comía y bebía. La gente, más que vivir en la ciudad, vivía en su barrio, y a veces iba al médico al centro y tomaba churros con chocolate. Esos mismos churros con los que ahora se deleitan los turistas y que nosotros compramos ultracongelados en el súper.

En ese ya lejano verano de 1982, fuimos subsede mundialista y aquí jugaron Escocia, Nueva Zelanda y la URSS; los únicos que recuerdo yo haber visto, y en gran número, fueron los escoceses, una afición que iba con faldas y a lo loco, tan festiva como tranquila. Soviéticos y neozelandeses, si los hubo —que alguno habría, digo yo—, pasaron desapercibidos, en unos años en los que los viajes low cost ni siquiera se habían inventado y trasponer una distancia tan grande era solo el sueño de muchos y el logro de unos pocos.

Y con todo, lo que nos ha quedado de aquella ocasión ha sido curiosamente lo que en su momento recibió un gran número de críticas. Naranjito se impuso en un concurso al niño torero Brindis y al mutante Toribalón; fue creado por los publicistas sevillanos María Dolores Salto y José María Martín Pacheco, que buscaron -con gran acierto, a mi juicio- algo que fuera español pero más allá del toreo y el flamenco: ellos mismos cuentan que les dieron un millón de pesetas por el diseño y luego la Federación vendió los derechos a una empresa de merchandising por 1 400 millones. Se ve que el mundo del fútbol no ha cambiado mucho.

Ahora, Naranjito y su oronda figura es objeto de devoción y culto vintage. Quizás es que no hemos cambiado tanto, puede que las cosas adquieran su justo valor con el tiempo, o también es posible que no quisiéramos cambiar tanto. Y Naranjito nos lo recuerda.