El 17 de julio de 1918 se cometió en Ekaterimburgo, Rusia, una de las mayores atrocidades que se recuerdan dentro del capítulo de regicidios que registra la Historia: el asesinato, sin juicio, con premeditación, alevosía, ensañamiento y nocturnidad de la Familia Imperial rusa. Hoy hace exactamente cien años.

Es difícil explicar las múltiples causas que llevaron a que aquello ocurriera. De entrada, en Rusia no se daban las condiciones objetivas que Marx había profetizado para que se produjera la Revolución. Rusia no era, ni mucho menos, una de las naciones realmente importantes, desde el punto de vista industrial, a pesar de los importantes avances que se habían producido en las últimas décadas. La servidumbre de la gleba había existido en el campo ruso hasta la prohibición de la misma por Alejandro II en 1866. Ello le costó el asesinato, ante el temor de los anarquistas de que realmente fuera un reformista. De hecho, Marx pensaba que las condiciones específicas objetivas para que se produjera el proceso revolucionario se daban en Inglaterra, donde él vivía. Pero, aun así, las formas de vida de amplísimos sectores del pueblo ruso eran realmente miserables. El Imperio Ruso, que sigue existiendo hoy en día, es una inmensa extensión de terreno de veintitrés millones de kilómetros cuadrados, una sexta parte del territorio mundial (recordemos que España tiene quinientos mil kilómetros cuadrados) y que nunca, ni siquiera hoy, ha sido plenamente libre en toda su Historia. Únase a ello el problema de su salida al mar: por el norte, prácticamente imposible por el Círculo Polar. Por el este Vladivostok, a una distancia casi insalvable en aquellos tiempos. Por el sur, exclusivamente, Crimea (problema aún latente) y el Bósforo. Por el oeste, exclusivamente San Petersburgo, creada, literalmente, por Pedro I para solucionar a medias este problema. Y ello era muy grave, no solo por la dificultad del comercio, sino también por la casi imposibilidad de entrada de las nuevas ideas en Rusia. Añádase a ello, la influencia, por no decir omnipresencia, de la Iglesia Ortodoxa. La Santa Rusia. El Patriarca de Moscú que ungía al Zar en su coronación, el cual tenía que llevar, andando, las riendas de la mula en la que el patriarca entraba en el Kremlin. Moscú era la tercera Roma, después del cisma que separó a las dos iglesias, la católica y la ortodoxa, y de Constantinopla, tras la caída en manos del Imperio Otomano. La liturgia y el ceremonial de Corte eran prácticamente los mismos que en Bizancio. Más aún, la mitificación de la figura del Zar, que era a la vez, el padrecito y el autócrata. Autocracia es un término de origen griego, que significa que el poder reside en una persona y emana de esa misma persona, que lo recibe directamente de Dios.

Por último, y aunque podríamos añadir muchas más causas, el poder de la nobleza era realmente increíble. Algunas familias eran propietarias de vastas extensiones de tierras, muy superiores a la mayoría de los países europeos, en las que vivían miles de personas, que nacían y morían allí. Siervos de la tierra. Ese era el mundo de los Grandes Duques, de los diamantes y las martas cibelinas, de los palacios y las cámaras de ámbar, del ágata y el lapislázuli, del oro y el platino, el brillo y el esplendor, como jamás se ha visto en otro momento de la Historia. Y el pueblo ruso estaba acostumbrado a ello y amaba a su Zar tanto como al vodka y esa extraña mescolanza de sensibilidad y brutalidad, que también se daba en los palacios, de melancolía y alcoholismo, llevadas a extremos inigualables, constituían, junto a la religiosidad y el carácter indomable, las notas distintivas del ser ruso. Las formas de exterminio utilizadas no tienen comparación con ninguna ejecución de las que se acostumbraban en la Europa Occidental. Cortar la cabeza a un enemigo, o a un discrepante, eran juegos de niños si los comparamos con las formas de ejecución de Rusia. Nicolás iba a comprobarlo en persona. En él y en su familia.

Y por encima de todo, estaba Siberia. El Gulag no lo inventó Stalin. Lo perfeccionó.

Y para colmo de horrores y errores, se sucedieron la guerra ruso-japonesa, la ruso-turca y la Primera Guerra Mundial.

Pues bien, un Imperio con estas características y un pueblo de este carácter necesitan una mano de hierro. Y Niki (como le llamaban en familia) no era ese hombre. Era una personalidad dubitativa, pusilánime, amante del mundo militar, de buena voluntad, tranquilo y hogareño, sometido a la voluntad de Alejandra, una desquiciada que trajo a la familia la hemofilia y el desequilibrio mental religioso, alentado por la figura exclusivamente rusa de Rasputín. Solo aspiraba a una vida pequeñoburguesa jugando a gatas con sus hijas en un cuarto de estar de cretonas.

Todo esto tenía que acabar como acabó. En contra de lo normalmente creado, en Rusia se producen dos revoluciones en 1917: la liberal burguesa de Kerenski en febrero y la soviética de Lenin en octubre.

No puedo entrar por razones obvias en la evolución vertiginosa de los acontecimientos que se sucedieron a lo largo de esos meses. Pero sí quiero dejar constancia de unos hechos poco conocidos, pero que tuvieron una extraordinaria importancia en el desenlace. Me refiero a la traición del Káiser alemán cuando deja pasar y casi envía a Lenin, que estaba en Suiza, hasta San Petersburgo para que encabezara la Revolución y aliviara el frente del este. Y la escasa atención e importancia que el resto de monarcas europeos prestaron a la suerte que pudieran correr los miembros de la familia Romanov, que hacía cinco años habían celebrado el tercer centenario de su advenimiento al trono. Con una excepción. El nunca suficientemente calumniado Alfonso XIII, que intentó por todos los medios salvar a la familia y no contó siquiera con el apoyo de los Windsor, parientes de sangre, ante el miedo a la reacción de Gladstone y el laborismo, si se producía la liberación de Nicolás el Sangriento.

La madrugada del día 17, la familia del ciudadano Romanov y los que les acompañaron hasta el final, fueron conducidos al sótano de la casa requisada del comerciante Ipatiev. Un total de doce personas, incluyendo un niño de trece años hemofílico, el zarévich Alexis, que bajó las escaleras en brazos de su padre porque no podía andar debido a los dolores que su enfermedad le producía. Les hicieron sentar como para una foto, con la excusa de que en Moscú querían una prueba de que no se habían fugado, les leyeron un corto escrito de condena y comenzaron a disparar los once ejecutores. En una pequeña habitación de un sótano once personas disparaban contra otras doce. También contra un perro. Durante cerca de diez minutos, el olor a sangre, a pólvora y a restos humanos desperdigados por suelos y paredes y los gritos de las víctimas y los ejecutores, todos ellos borrachos para darse ánimos, fueron el adiós que la Revolución dio al último zar de la Santa Rusia. Parece ser que las chicas llevaban ocho kilos de diamantes cosidos en sus corsés y las balas rebotaban.

Como Trotsky escribe en sus memorias, Lenin no solo estaba al corriente de ello sino que quiso dar al mundo una señal de que aquello no tenía vuelta atrás. Y así fue. Hasta la década de los noventa, en que la bandera roja fue arriada de las torres del Kremlin y se izó la enseña nacional rusa, dejando a su paso en esas décadas decenas de millones de muertos.

Los cuerpos fueron quemados, rociados con ácido sulfúrico y arrojados al fondo de una mina abandonada, de donde fueron extraídos, en los años noventa, identificados gracias al contraste con el ADN de sus parientes ingleses, hijos y nietos de los que se negaron a ayudarles y trasladados a San Petersburgo para ser enterrados en la Catedral de San Pedro y San Pablo. Y canonizados, en una prueba de que algunas cosas siguen igual y de que el Santo Sínodo, que fue disuelto por Pedro el Grande, ha recuperado todo su poder.

Cuando yo era muy joven leí una obrita de Juan Gil-Albert, El retrato oval, que me fascinó y que me llevó a leer y estudiar el mundo ruso hasta hoy. Desde el otro punto de vista, en los campamentos de verano del régimen comunista, los monitores contaban a los pioneritos la ejecución de Nicolás el Sangriento.

En una ocasión Vladímir Putin dijo que jamás dimitiría y jamás perdonaría ni a Gorbachov, ni a Nicolás, porque habían dejado el poder tirado en la calle. Lo cierto es que siguiendo una tradición votiva de la iglesia rusa, hoy en el lugar del crimen, se alza la Catedral sobre la Sangre Derramada.