No hay que ser un gran amante del ciclismo para disfrutar del Tour de Francia. En esta edición, lejos de la gloriosa década de los 90 con el nombre y el apellido de Miguel Indurain, me he metido tan a fondo en el seguimiento de las etapas de la ronda gala que, más allá del mero interés deportivo, el Tour se ha convertido las últimas tres semanas en una auténtica inmersión lingüística. No es que vaya hablando francés por los rincones, que podría ser, si no que mis expresiones y coletillas, con perdón, han mutado por culpa de Perico, de la Croix de Fer y de la madre que los parió. Salgo de casa a primera hora de la mañana en una salida neutralizada, porque hasta que uno no desayuna no es ni persona ni ciclista. A las puertas del Mercadona se agrupa el pelotón de señoras locas por entrar, como si fuera esto un sprint puntuable, y se equivocan: el Tour lo patrocina Carrefour. En el gimnasio, la misma historia. La clase de spinning es una serpiente multicolor enfrascada y yo, puestos a emular a los grandes gallos de la carrera, me pego unos kilometrillos en la bicicleta estática. Ya no me dan chungos, me dan pájaras. Mejor dejarse caer a rellenar el bidón, bajar el desarrollo y hacer un poco la goma. Estiramientos, me refiero, que me lo ha recomendado el fisio. De vuelta a casa voy admitiendo lo evidente: soy un globero. Sin cadena, sin gregario, sin maillot, pero un globero. El Tour me ha cambiado hasta los verbos. Ya no me echo la siesta, ya duermo el Tour. Un rato, no es cuestión de cebarse. Lo justito hasta que la carretera se va empinando y a la tete de la course le van quedando cada vez menos kilómetros y a mí menos minutos para marcharme al trabajo... en bicicleta, por supuesto. Afortunadamente, el único puerto de montaña que aparece en la hoja de ruta hasta la oficina es el pequeño repecho al final, de la calle Cuarteles. La subo con una marcheta perezosa, que tampoco es plan de llegar pronto por debajo del horario previsto por la organización: esto es, el periódico, y respeto el paso de cebra, mirando a los transeúntes y preguntándome cuál de ellos será ese tío que va con un mazo y al que teme todo el mundo. Ya bien entrada la tarde, meta volante en la calle Salvago. Avituallamiento y pinganillo para sobrellevar la etapa, pedales para evitar la montonera a medida que se acerca la noche y, pasada la medianoche, con las calles semivacías, llega el momento de demarrar camino de casa. Ahí es cuando sale el contrarrelojista que llevo dentro. En ocho minutos paro el crono. Mañana acaba el Tour.