Que España tenga el mejor aceite de oliva ecológico del mundo, según han decidido los expertos europeos, es algo que nos debe complacer a todos. Que ese aceite proceda de una planta de molturación situada en la sierra albaceteña, es motivo de sorpresa. Pero así es.

Porque esa moderna y cuidadísima almazara (AESA, «la almazara ecológica más premiada del mundo») se encuentra en Alcaraz, en las lindes de La Mancha con Andalucía. Cuando hace tres años visité esa Muy Noble y Muy Leal Villa, «Llave de España y Cabeza de Extremadura» (según campea en su escudo), me explicaron su importancia como plaza fuerte medieval y su papel puntero, durante siglos, en el comercio de las lanas. Hoy, a esos méritos históricos hay que añadir algo muy en consonancia con los tiempos que vivimos: el oro conseguido por su aceite ecológico. Algo de lo que, los gestores de esta fábrica, se sienten muy legítimamente orgullosos.

Nos decía el maestro Aldous Huxley en un ensayo perfecto al que suelo citar (The Olive Tree) que el olivo, además de ser considerado sagrado, siempre fue un árbol amado por los pintores. El árbol de las hojas verdosas en el haz y gris plateadas en el envés, que se adaptaban perfectamente a los pigmentos más antiguos empleados en el arte de la pintura.

El paisaje mediterráneo es esencialmente ascético, como demostraba Derain en sus cuadros de la Provenza. Los ocres y los rojos amarillentos de la tierra seca, y sobre ellos el árbol gris, el olivo, y algún ciprés aislado. Huxley evocaba los olivos plantados en terrazas que subían montaña arriba, con los flancos del terreno protegidos de la erosión por muros de piedras calizas. Olivos centenarios, de troncos retorcidos, duros como la montaña en las que llevaban siglos instalados. El maestro admiraba los olivares del sur de España y describía los campos entre Sevilla y Córdoba como lo que podría ser un bosque inmenso que en el fondo esconde una realidad mucho más compleja.

Las investigaciones de los arqueólogos confirman en los templos fenicios la presencia de un olivo, plantado junto a la fuente del santuario. Y en fechas antes del fin del año, en las casas de la Esparta clásica se barría con ramas de olivo, para alejar los malos espíritus del año nuevo. Las raíces del olivo como mito en la Grecia homérica fueron robustas, como lo fueron posteriormente en el mundo romano. Nunca ausente de la literatura sagrada de cristianos y judíos, también encontramos al olivo en un texto religioso del Islam, en esta alusión al zumo de su fruto, la «Az-Zaituna»: «El árbol bendito, ni oriental ni occidental, cuyo aceite reluce aunque el fuego no lo toque».

En el interior de la Acrópolis ateniense, se conservaba aquel olivo primigenio que había nacido de la pugna entre los dioses. Según la leyenda, se recuperó del incendio de los invasores persas para ser el padre de los olivos que se extienden hoy alrededor de la antigua fortaleza. Pero ninguna de las tierras mediterráneas llegaría tan alto en el arte del cultivo de olivo como las de la antigua Bética. Lo atestiguaba ya Marco Gavio Apicio, el ilustre gastrónomo romano del siglo I de nuestra era, autor de uno de los primeros libros de cocina de la historia: el «De re coquinaria», cautivado su autor por los aceites de la noble Hispania.

Terminaremos con estas espléndidas palabras de Huxley: «El olivo recuerda a un atleta que ejercita sus músculos. Asentado casi ligeramente sobre la tierra, su follaje nunca es completamente opaco. El aire pasa entre las finas hojas grises y plateadas y siempre hay un reflejo de luz dentro de sus sombras».