Los andaluces. Los pobres andaluces. Pobres por lo que tenemos que aguantar, por la cadena de siglos acarreando el sambenito del gracioso, del inculto, del gañán que agacha la cabeza («mande usté, zeñorito»), ceceando la sumisión, ceceando el hambre y la miseria y la incultura a la que nos condenan algunos que ponen todas las eses en su sitio y una que otra de más donde no toca, pero que hace siempre muy bonito y da apariencia de mucha cultura.

Los andaluces, los pobres andaluces, pobres siempre en su riqueza. «El mayor poeta del mundo es el pueblo andaluz, más de doscientas mil coplas vivas en la memoria del pueblo, ochocientos mil versos escritos o de transmisión oral», dijo Manuel Machado, el otro Machado, el que tenía «el alma de nardo», el hermano de Antonio. Los andaluces, los pobres andaluces, que han dado versos con la profunda, la dolorosa sencillez que encierran los de esta soleá: «la noche del aguacero/ dime adónde te metiste/ que traías el pelo seco» pero incapaces de alcanzar la magna altura poética de «las vacas del pueblo ya se han escapau, riau-riau».

Los andaluces, los pobres andaluces, esa gente pacífica que busca su vida y la de los suyos allá donde la encuentre. Los andaluces, trazando los mapas, los caminos, construyendo lazos, amistades, afectos, dejándose la vida en vivir, que es donde hay que dejársela, allí donde haga falta, tan emigrantes como acogedores, tan de fuera como de dentro, tan de todas partes pero de ninguna, acaso solo de su pueblo, sí, nada más que de su pueblo, allí donde siempre hay que volver con el cuerpo o con el alma.

Los andaluces, los pobres andaluces, siempre pagando el pato del que odia, del que ni sabe ni quiere aprender. Los andaluces, siempre tomados como carnaza de los que no están dispuestos a cuestionar el tópico porque les viene muy bien ese chivo expiatorio del vago, del analfabeto, del sumiso.

A los andaluces, a los pobres andaluces, ahora nos quieren asar. «Guardia civil andaluz a la brasa», ofrece un restaurante de Balaguer, en Lérida. Una receta con demasiado odio para que pueda sentarle bien a nadie. Una receta envenenada de hiel que no puedes echarte a la boca si eres humano. Es preciso ser un monstruo, una abominación, para que te siente bien esa bazofia, para que te parezca apetecible y la pidas. El mismo monstruo que hay que ser para cocinarla, para pensarla, para creer que es una buena idea poner eso en una carta. ¿Por qué guardia civil? ¿Por qué andaluz? ¿Por qué a la brasa? Y ninguna respuesta.

Los andaluces. Los pobres andaluces. No, a la brasa no. Fritos. Fritos nos tenéis.