Me escribe mi banco. No lo hace por nuestras Bodas de plata de réditos, amortizaciones y ahorro. Nunca ha sido una entidad sentimental aunque nuestro saldo es satisfactorio y ambos manteníamos franca la línea de crédito, el uno con el otro, en una cómoda rutina sin demasiadas exigencias. Hasta que ha llegado su carta de alas blancas y doblada en tres partes. Lo habitual en todo correo epistolar que conste de exposición, nudo y desenlace. Como exige el protocolo al dirigirme sus palabras no utiliza el querido mi banco, a pesar de tanto tiempo de convivencia corriente de abonos, reintegros, préstamos e intereses fijos. Al contrario, desde una distancia cortés, casi académicamente antigua, me nomina con un estimado señor seguido de la inicial gallarda de mi apellido con la última letra al pie de ese abismo abierto de los dos puntos. La pausa mayor que la de la coma y menor que la del punto con la que se llama la atención sobre lo que a continuación se relaciona.

No es otra cosa que la de comunicarme que va a mejorar la prestación necesaria personalizada y el trato profesional que merezco. Con ese propósito me informa de su exigencia de adaptarse a un nuevo entorno en el que la excelencia en la atención al cliente continúe siendo su principal objetivo. Por ese motivo ha iniciado un proceso de optimización de su red con el fin de dotar a sus oficinas de los recursos necesarios para prestar la atención de calidad. De ese modo, a partir de unos días, seguirá atendiéndome en otra sucursal más alejada de la que tengo al lado de casa y en la que conocía a todos sus empleados. Una vez despojado de digresión el lenguaje de la misiva de ciento treinta y cinco palabras y un teléfono de número analógico, lo que está claro es que chapan mi sucursal y me envían a otra a trasmano de mi camino corriente. No han pensado en que cerrando la de siempre favorecen mi salud acosada en su cajero por el viento que allí rola con la fuerza de un patinete eléctrico, y por las bicicletas que desembocan del velómetro del Paseo del Palmeral, sin tener en cuenta la indefensión en paso de voz baja de los peatones. Su objetivo es hacerme creer que con su decisión me están haciendo un gran favor. Manda huevos.

Seguramente a usted también le hayan enviado una carta escrita en letra times con cuerpo supuestamente ciudadano, y la final citación afectiva de «esperamos verlo pronto por su nueva oficina, reciba un cordial saludo». El capital de la economía no es el diálogo, ni la naturaleza propia de la comunicación entra en sus cuentas. Lo suyo es una fría actitud impositiva, sin coste emocional ni búsqueda de empatía. Su semántica no necesita esmoquin gramatical ni palillo de dientes en la esquina de la boca llana. Le basta con ser un dictamen que se acepta o que demanda una ruptura. Tú no eres el banco ni la caja. Ni la caja o el banco te necesitan. En cambio tú si requieres del supuesto amparo y del respaldo de una entidad para la que serás solamente un activo del que puede desprenderse a su antojo. Especialmente desde que hace unos años los dirigentes de las entidades decidieron que no era rentable tener abiertas oficinas en los barrios. En el primer semestre de este año 541 oficinas de los cinco principales bancos de España han dejado de atender a sus clientes. Según datos de las propias entidades, entre las cinco cerraron tres oficinas al día. Cifra a la que sumarle las desaparecidas del Banco Popular, y las de otras de menor rango que igualmente han cesado su atención al público.

Este panorama conlleva lógicamente una menor red de cajeros en los que poder retirar dinero, sobre todo sin que nos cobren desproporcionadas comisiones por ser extranjeros de otros bancos, mercenarios adictos al dinero en mano con lo fácil que no están poniendo que todo se transaccione con tarjeta. La pregunta está de calle. ¿Por qué cierran oficinas a pesar de que ganan dinero como antes de la crisis? La respuesta que ofrecen es que los clientes operan más desde dispositivos móviles e internet y manejan sus cuentas con el clic de una yema, sin necesidad de hacer colas ni de que les atienda un operario con paciencia y el saludo por su nombre. Uno de esos 187.450 trabajadores del sector que han perdido su empleo en los últimos diez años, y que parecen no contar como tampoco cuentan los habitantes de las localidades más pequeñas, sin oficinas que los atiendan y condenados a ser víctimas de la brecha digital que los coloca en fuera de juego. Son bastantes quienes no pueden o no saben todavía adaptarse al mundo tecnológico que anda cambiando las relaciones en todas sus disciplinas; empujándonos a que el móvil sea una poli herramienta con la que operar para casi todo, y contribuyendo al deterioro del tejido y de las condiciones laborales.

La demolición del mundo que conocíamos de nuestros padres y el vademécum del colegio es evidente. Una demostración son los datos económicos acerca del aumento de los contratos temporales en un 32% y en un 63% el empleo por horas en Málaga. Una situación que ha llevado a los sindicatos a proclamar mañana Jornada Mundial por el Trabajo Decente. Sobre todo en el sector del turismo que ha hecho de la oferta cultural un motor de desarrollo con excelentes perspectivas, según el foro de esta semana organizado por un medio de comunicación digital. Lo curioso es que entre tantos empresarios y directivos del sector hotelero con palabra no tuviese cabida la voz de ningún analista cultural independiente que aportase algo de crítica, de reflexión, y de luz desde los callejones de atrás del neón, a la festividad del boom y del que cojonudos somos. Sigamos exprimiendo la reinventada gallina de una economía que ha expulsado a los habitantes del centro malagueño; y transformado el madrileño barrio de Latina en un albergue de turistas, igual que está sucediendo en La Malagueta. No sé si es para ellos -desde luego que no lo supone para sus residentes- la operación urbanística de iniciar las obras para una innecesaria plaza peatonal que será una despeinada rosa de los vientos a la altura del merendero Antonio Martín, complicando el tráfico vial de una zona con mucho tránsito.

Hay que ver cómo está últimamente Paco, mi alcalde, peatonalizando a este paso hasta el último oleaje de la marea, con esa misma sonrisa de convencimiento con la que a mi crítica de hace domingos por el acoso brutal de bicicletas, patinetes eléctricos y segways en el paseo marítimo, me respondió echándole la culpa a la Junta de Andalucía. Imposible hacer nada porque todo lo bloquea, excepto el hotel catarí de Plata Máximus que desgarrará en dos el alma mediterránea de Málaga por el que rápidamente se han puesto de acuerdo ambas administraciones, sin tener en cuenta lo que demandan los ciudadanos, convertidos también en activos. Ya estoy promoviendo ante su ceguera recoger firmas para demandar un carril peatonal en la ciudad.

No sé quien redacta la carta que mi banco me escribe y que sólo firma el nombre de la entidad, sin ninguna rúbrica con cargo que tenga la educación y el coraje de asumir la medida y la manera de no decir coloquialmente lo que dice con profiláctica escritura. Lo importante es que no nos manipulen ni nos engañen con la eficacia del lenguaje de látex o el poliuretano de envoltorio técnico con el que políticos y financieros no dejan de intervenirnos la gestión de la realidad, del trabajo y de la vida corriente. También la cultura a las que unas veces denominan vértice de innovación y posicionamiento turístico, otras polo de atracción y dinamización, y en inauguraciones museísticas como una deliciosa exposición, patrocinada al igual que la beneficencia con los niños pobres. Ante tanta capacidad del ruidoso vacío de su lenguaje sin hechuras ni experiencias sensibles, y recargado de maquillaje, sería mejor hacerle caso a la promesa municipal del PSOE de bajarle dos pisos a la torre del puerto para que no rompa tanto el paisaje. O a Paco, mi alcalde, cuando dice que la solución es hablar más bajito.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es