La inquisición, singular creación de la Iglesia Católica, ha cambiado de bando. Ha pasado de moda la religión en favor del culto al neolenguaje. Los inquisidores no van ahora vestidos de cardenales. Los y las hay con chaquetas de Armani, otros y otras que visten chaquetas vaqueras e incluso algunos y algunas que se ponen la chaqueta que más les favorece según el momento. Todo ignorante, al igual que en la Edad Media, se ha vuelto un potencial inquisidor. Las redes sociales son los despiadados tribunales donde se emiten prestas e infundadas condenas acerca de los comentarios que a su juicio merecen arrojarse a la hoguera mediática.

Esta nueva inquisición ha señalado a nuestro prestigioso dibujante Idígoras. Esta vez no ha sido por un comentario, sino por un beso. La estupidez subida al púlpito de la neoverdad ha dictado sentencia y ha condenado al artista a blanquear la pared con la cal de los ignorantes. Espero que nadie proponga ahora quemar los libros de Vicente Aleixandre por machista o machirulo. Curiosa palabra ésta última que ensuciaba la obra de Idígoras y que la RAE estudia incorporar a su diccionario, no vaya a ser que los académicos se conviertan en el nuevo objetivo de ciertos sectores o sectoras (valga la repugnancia).

Estamos inmersos en una revolución del lenguaje alimentada precisamente por aquellos que lo desconocen. Las grandes persecuciones de la historia siempre han brotado del miedo a lo desconocido. La televisión, uno de los actuales sacerdotes de la nueva religión, nos ha enseñado que es prudente colocarse la mano en la boca antes de hablar. Las palabras se han convertido en auténticos clavos con los que se crucifica a inocentes sin el atenuante del contexto. De poco le habría servido hoy a Ortega y Gasset su circunstancia.

Ante la confrontación, prefiero el debate calmado, la discusión argumentada, consultar la historia, leer más allá de los titulares y aprender de los expertos y de los poetas. Todas ellas, actividades que se realizan con tiempo y una pizca de esfuerzo. Temo que la inmediatez ha desbancado a la eficiencia. Todo lo que consuma más tiempo del que se tarda en pulsar una tecla o en leer un mensaje está condenado a la hoguera.

En el centro de la plaza de Campo di Fiore de Roma, justo en el lugar donde fue quemado, se levanta una estatua dedicada a Giordano Bruno, físico, astrónomo, filósofo y poeta italiano condenado a muerte por hereje en 1600. Días antes de su ejecución, escribió un poema que decía: «Quemadme: mañana, en donde encendéis la hoguera, levantará la historia una estatua para mí». De momento, en Lagunillas, lo único que queda del mural de Idígoras es un infame muro blanco triunfo de la censura de la nueva inquisición. Junto a él sigue en pie el museo de la calle cedido por artistas malagueños a la ciudad sin exigir compensaciones fiscales. Muros en blanco y negro o en color, muros de protesta y reivindicación, de dichas y desdichas, de versos y canciones. La memoria de esos artistas no es otra que la de nosotros mismos filtrada por los ojos de aquellos que saben interpretar la realidad y plasmarla en unos trazos o en unos versos. La memoria del hombre, está en el arte y, como escribió Aleixandre, también está en sus besos.