El pasado 2 de octubre las cámaras de seguridad que vigilan el consulado de Arabia Saudí en Estambul grabaron la entrada del periodista Jamal Khashoggi, de 59 años y muy crítico con la actuación de su país en derechos humanos. Desde entonces no se sabe nada sobre su paradero, pero las autoridades turcas sospechan que pudo haber sido asesinado, su cuerpo desmembrado con una sierra y luego los trozos disueltos en ácido para no dejar rastro del crimen. La desaparición de Khashoggi ha provocado un escándalo internacional ya que el periodista residía en Estados Unidos desde hace un año por motivos de seguridad y colaboraba con The Washington Post. Una circunstancia que obligó a intervenir al presidente Trump que hizo unas declaraciones ambiguas sobre el caso prometiendo un severo castigo para los autores una vez se conozca su identidad. «Llamaré en algún momento al rey Salman», dijo, «mucha gente está tratando de saber, porque es una situación potencialmente muy terrible». No es para menos. Arabia Saudí es un socio privilegiado de Estados Unidos y el hecho de que el suceso haya ocurrido en Turquía, país con el que la actual administración norteamericana mantiene unas relaciones tirantes a raíz del frustrado intento de golpe contra Erdogan, no hace sino complicar las cosas. Y alimentar la sospecha de una cierta complicidad entre Riad y Washington en este oscuro asunto se hace difícil de digerir por la opinión pública mundial, muy sensibilizada últimamente por los asesinatos de periodistas. En una primera versión, Arabia Saudí negó rotundamente su implicación y Trump aludió a unos supuestos «asesinos por cuenta propia». Pero ahora parece que los saudíes están dispuestos a reconocer que Khashoggi murió tras un interrogatorio que se les fue de las manos a quienes lo hacían. O dicho en otras palabras, que el periodista murió mientras era torturado salvajemente. Por supuesto, la responsabilidad del crimen corresponde solo a los autores materiales que no tenían órdenes de actuar como lo hicieron por lo que serán juzgados y condenados cuando corresponda, es decir, cuando el suceso caiga en el olvido. La desaparición y muerte de Khashoggi no hace sino culminar una campaña represiva desatada contra todo signo de contestación al régimen de Arabia Saudí. En los últimos meses, numerosos activistas de los derechos humanos fueron encarcelados con cualquier pretexto y muchos de ellos tuvieron que optar por el exilio para salvar su vida. Una opción que, sin embargo, no le valió al periodista para salvar la suya. La conclusión es desoladora. Puestos en una balanza el valor de los derechos humanos y el del petróleo está claro de qué lado se inclina. En España tuvimos ocasión de comprobarlo recientemente con la venta de armamento a Arabia Saudí. El Gobierno quería suspenderla pero fue obligado a rectificar.