Durante años mi infancia fue a la frutería. Antes de que el bibliobús me salvara la vida por segunda vez y mucho antes de que lo hiciese el cine por tercera, ya de grande y viviendo en Madrid. Cuando aquella señora desaparecía al agacharse tras el pequeño mostrador mi corazón se paraba expectante. Aún me huelen aquellas viejas portadas a verdura fresca, cebolla, perejil recién cortado, naranja y hierbabuena.

Yo iba a diario a encontrarme sin palabras con él, a través de sus criaturas de papel y tinta. Nunca le conocí, pero sus personajes, aún en blanco y negro, en aquellos tebeos tamaño cuartilla y formato libro que en USA llamaban cómics, llenaron de color mi niñez de barrio gris. Los problemas de aquellos personajes se convirtieron en los míos. Y sus victorias en la lucha contra el mal me hacían ir a la escuela tan contento como se ponía mi perrilla cuando me ladraba y movía el rabo a mi vuelta.

Me costaba cuatro pesetas cambiar un tebeo ya leído por otro, lo que me permitía leer cada semana un par de números nuevos por sólo ocho, que en el quiosco me habrían costado la imposible cantidad de 50.

Namor, con sus alitas en los pies de atlante y su mal genio de príncipe destronado. Peter Spiderman Parker, con sus inacabables chistes malos a pesar de que nada le salía bien. Dan Defensor -en realidad Daredevil, temerario-, con su atormentada mochila de niño ciego defendiendo la cocina del infierno neoyorquina armado de un traje rojo, su libro de leyes y su bastón. La Visión, con su densa frialdad de androide que un día lloró convirtiendo aquella viñeta histórica en lágrima de papel. Estela Plateada, con su dolorosa soledad, surfeando por el universo como el heraldo que nunca quiso ser del todopoderoso Galactus, devorador de planetas. La Masa -a la que ahora llaman los niños españoles en versión original: Hulk- con su condena estevensoniana de ser hombre y monstruo -aunque un monstruo noble que estalla cada vez que el científico Banner no soporta la presión- El Dr Extraño, con sus heridas manos de cirujano haciendo círculos cabalísticos que se materializaban en el aire. Thor, con su peso de ser el dios del trueno de una tierra nórdica y legendaria, Asgard, que no existe en la Tierra... No pararía.

Aquel cuchitril de frutería en los aledaños de la calle La Unión, en Málaga, me partía el alma cuando cerraba algunos días laborables sin avisar. Yo me quedaba mirando la persiana oxidada con mi tebeo leído bajo el brazo. Aquel niño allí, de pie, solo. Esperando para soñar.

Aquella frutería, que escondía detrás del mostrador dos montones de tebeos con superhéroes usados, me salvó la vida. O lo que es lo mismo, me acostumbró a leer. Aprendí que Marvel significa maravilla. Traspasé todos los límites habidos y por haber de la imaginación, agarrado como un náufrago al ancho lomo de aquellos cuadernos ilustrados con vidas de otros. Héroes y villanos, poderosos y bellos, la mayoría, que, sin embargo, tenían casi las mismas dificultades que cualquier vecino de mi barrio para salir adelante.

El nombre de Stan Lee -que yo leía Le-e del verbo leer- aparecía escrito en todos aquellos tebeos junto a otro nombre, Jack Kirby. Ambos crearon el universo Marvel. Stan ha muerto nonagenario esta semana. Hoy sé que fue mi amigo.