La revelación llega tras un corto paseo desde la plaza de Uncibay a la de la Marina. Pasadas Calderería, Granada y Larios, la evidencia resulta aplastante. Como en una producción de Hollywood que reflejase un futuro distópico, el viandante toma conciencia de ser uno de los escasos supervivientes: a la vista de lo que sucede a su alrededor, la pirámide poblacional ha sido decapitada y su base cercenada. ¿Se trata de una invasión alienígena encubierta? ¿Cómo es que nadie lo había advertido hasta ahora? Donde alcanza la mirada, un paisanaje de juventud radiante ocupa el espacio público; sus indumentarias tan clónicas no pueden ser producto del azar. Aquí no hay lugar para la imperfección o la enfermedad. ¿Qué ha pasado con los ancianos? ¿Dónde están los niños? Los bancos se cuentan con los dedos de una mano pero en ellos no se sienta ningún vejete apoyado en su bastón, sólo adolescentes con ropa deportiva. Nuestro protagonista comienza a sentir inquietud. Escruta los rostros de quienes le rodean en búsqueda de unos ojos cómplices, en vano; el territorio que un día fue familiar ahora se percibe como hostil. Sólo le queda huir hacia un ámbito más seguro, temeroso de que su identidad sea descubierta por el invasor.

En la película británica El tiempo en sus manos, el futuro de la humanidad aparenta ser un apacible edén en el cual no hay dolor ni sufrimiento, habiendo sido la cultura y el conocimiento sacrificados para alcanzar semejante logro. Pero es al oscurecer cuando el viajero en el tiempo descubre la siniestra realidad: en ese mundo, los jóvenes eloi son devorados antes de alcanzar la madurez por los morlocks, habitantes de la noche y el subsuelo. La pretendida prosperidad no era más que un espejismo.