Diciembre suele comenzar con lo que algún visionario tuvo a bien denominar puente laboral. Pero no se engañen. Este cómodo preaviso de entrada, este lapso relajante para abrir boca, no es más que la parrilla de salida frente a lo que viene a ser, posiblemente, la yincana más prosaica, emocional y acelerada del año. Diciembre es el mes de la publicidad. Y nosotros, que hasta en el peor de los casos tenemos nuestro corazoncito, debemos protegernos contra todo tipo de argucias propagandísticas, mensajes subliminales y amagos de mezclar lo terrenal con lo celeste. A fin de cuentas, a ninguna firma de turrones le importa una higa que tu hijo o tu hija «vuelva o no a casa por Navidad». La cuestión es que uno, así, en frío, se cree sobradamente preparado para lo que le espera. Pero claro, son fechas en las que el espíritu de Don Draper anda suelto, y hay que hilar fino hasta el final. Piensen en los polvorones, por ejemplo. Que se compran como si no hubiera un mañana para que después, allá por primavera, estemos deseosos de que alguna visita inesperada les dé salida o algún vecino imaginativo nos ilustre con alguna receta original para reciclarlos de manera furtiva. Y ya que hablamos de polvorones, abramos las puertas a lo culinario. Estén atentos a cualquier pollo o pavo relleno que compren o cocinen. Les vaticino, como cada año, no hay que ser Rappel o Nostradamus para pronosticarlo, que les va a llegar ración hasta bien entrado enero. Mídanse. Arrieros somos. No hay nada más desalentador y poco estimulante que vestir los días postreros con una comida de restos. En ninguna otra época del año dará tanto de sí la ensaladilla rusa. O los langostinos, que parecieran criar dentro del frigorífico. Y es que claro, puestos a renovar el arte de los fogones con algo novedoso, al final, lo que siempre olvidamos es que la felicidad se encuentra en la rutina. Y del mismo modo en que cuando van acabando las vacaciones en Torrevieja uno se haya deseoso de tumbarse en el sofá de su casa, cuando concluye diciembre, al cuerpo, al estómago, lo que le apetece es lo ordinario: Un huevo frito con ajos y una pera, por ejemplo. En diciembre, además, se nos fuerza a los encuentros personales. Y aunque siempre nos quejamos frente a esa imposición social en los preliminares, luego, metidos ya en el meollo del tú a tú, caemos en la cuenta de que sí, de que mereció la pena y estuvo bien verse. Y de nuevo pensamos, un año más, que gracias a Dios existe una época en la que, por tradición, nos congregamos. Y caemos siempre en la misma reflexión y en la eterna pregunta de por qué no nos juntamos con más asiduidad a lo largo de los otros once meses restantes. Pero claro, los ritmos se imponen, se aturullan. Y esa reflexión que les refería comienza a difuminarse nada más entrar la cuesta de enero, los horarios y las inercias. Inercias que de tanto nos salvan e inercias que a tanto nos condenan. Diciembre no deja de ser una parábola del final de nuestra vida. Por eso, por la presión que provoca el sentir en nuestras carnes el tiempo que se nos va, diciembre nos hace convocar todo un elenco de buenas intenciones que tendremos a bien olvidar a lo largo de los once meses siguientes. Y así sucesivamente, hasta que por fin, un buen día, porque todo llega, arribemos a la otra orilla. En diciembre brillan con luz propia, la suya y la nuestra, los centros comerciales. En diciembre se conmemora la abolición de la esclavitud, el día de los Derechos Humanos y el día de los migrantes. Valores que, curiosamente, a pesar de tan grata efeméride, pasarán inadvertidos e invisibles frente a nuestros ojos en cada una de sus múltiples versiones de carne y hueso, junto a los contenedores que almacenarán nuestros restos de pavo o pollo relleno, langostinos o ensaladilla rusa. Versiones con alma, familia e historia que, también en diciembre, porque la necesidad no se detiene, harán por cruzar el Estrecho y llegar a nuestras costas. También en diciembre. El mes en el que, además, se celebra el nacimiento de un tal Jesús, en Nazaret.