El sábado pasado, en los cafetines del puerto de Tánger, los inmigrantes africanos que están esperando a cruzar el Estrecho estaban viendo en la tele el partido del Real Madrid. Todos viven en las pensiones de esa zona miserable, que antes se llamaba Avenida de España y ahora se llama boulevard Mohammed VI. Los edificios pertenecían hace cien años a las familias ricas de la ciudad -el hotel Cecil estaba por allí-, pero ahora no son más que caserones ruinosos donde se amontonan los inmigrantes subsaharianos, a quienes les cobran cincuenta dirham que nadie sabe cómo logran pagar.

Entre esos inmigrantes había muchas mujeres con niños de pecho atados a la espalda. Mi hija los vio y me preguntó si esos bebés iban a cruzar el Estrecho en una de esas barcas que tienen la extraña manía de hundirse en alta mar. "Claro que sí", le dije. Desde aquel momento, sus ideas sobre la inmigración, que deben mucho a la propaganda histérica y a los bulos falsos que circulan por Internet, se vinieron abajo en un segundo. La próxima vez se lo pensará dos veces antes de escuchar la propaganda de los demagogos. Sobre todo porque una noche volvíamos al hotel, que estaba muy cerca de esos cafetines, cuando nos encontramos con un grupo de diez o doce jóvenes en la calle. Éramos una presa fácil -turistas ricos-, pero los jóvenes nos abrieron paso amablemente y encima nos enseñaron el halcón que tenía uno de ellos, aficionado a la cetrería. Muchos de esos jóvenes están en paro y quizá también sueñan con emigrar a Europa, pero ni siquiera se les pasó por la cabeza quedarse con el dinero de unos turistas tontos que se paseaban de noche por el puerto de Tánger.

Si yo tuviera la capacidad de hacerlo, enviaría a toda nuestra clase política a que se diera una vuelta por Tánger. Al otro lado del Estrecho, todo nuestro griterío, todas esas pataletas y desplantes estériles en que consumimos nuestra energía, se revelan como una portentosa y absurda pérdida de tiempo. Los marroquíes tienen problemas, vaya si los tienen -tenían la amenaza del terrorismo yihadista que hace diez años estuvo a punto de causar una conmoción social-, pero de alguna manera han logrado capear el temporal y ahora viven con un cierto optimismo. Tánger acaba de inaugurar el puerto más grande del Mediterráneo, el Tánger Med. También tiene una planta automovilística -la Renault- que ya está compitiendo con la española. Dentro de poco no sería raro -crucemos los dedos- que cerrara la planta española, o cualquier otra plante situada en suelo europeo, y abrieran más plantas en suelo marroquí. Esto es la globalización: sueldos baratos, mano de obra abundante y deslocalización industrial. Y lo que es un desastre para los antiguos países ricos, ahora es una bendición -o al menos una bendición relativa- para los países pobres.

En Tánger conocí a un hombre que había nacido en la ciudad cuando era Zona Internacional, y que tras casi treinta años de ausencia, volvía a despedirse. No andaba bien de salud y quería decir adiós a sus abuelos, enterrados en el cementerio de Boubana, y volver a ver la casa que había sido de sus padres en el antiguo "barrio español". Pensé que en cierta forma, a pesar de su enfermedad, aquel hombre era afortunado. Su pasado seguía intacto: había una casa, un barrio que seguía más o menos igual, incluso un cementerio. Nosotros, los habitantes del mundo cada vez más deslocalizado de la globalización, no tenemos esa suerte. No tenemos referencias, ni memoria personal, ni casi espacios comunes que podamos considerar nuestros. Por eso, imagino, gritamos y gritamos. Y discutimos como adolescentes consentidos.