Hay gente altísima, en acelerada fase creciente, que brilla en la maestría del mate y el remate, en la de la filigrana del bote y del rebote, y en la del arte de las canastas de tres puntos. Y, en el otro extremo, hay gente abisalmente crecida, que crece durante toda su vida hacia sus adentros, que brilla en la búsqueda de la esencia del hombre, mujeres incluidas. Y, entre los espigados hacia adentro y los estirados hacia afuera, en el magma social flota un batiburrillo ingente e informe de almas amontonadas de todo tipo que aun no dando la talla ni en uno ni en otro sentido, presumen de sabihondos y marisabidillas pedantes que mientras apacientan sus instintos y sus pasiones, se erigen en la media ponderada que representa la naturaleza del sapiens en nuestros días.

A veces, imagino a nuestros vecinos lejanos del Universo observándonos desde las alturas y sacando conclusiones, y me aterrorizo. ¿Qué ser sensible, no perturbado, se atrevería a venir a nuestro planeta de visita? Me refiero a visitas de las chanchis, no como las que don Cristobal llevó a cabo en las Américas, con el adminículo de matar en una mano, el de preñar en la otra y el crucifijo y la ristra de ajos atados al cuello de forma visible para demostrar la autoridad que espantaba a los dioses impostores. ¿Se atrevería un hipotético habitante de allende nuestra galaxia a venir de veraneo a nuestro planeta estando el patio como está?

Yo nací aun mucho más joven que soy ahora -uno es raro hasta para esto- y, cosa de chavales, recuerdo que durante muchos años mantuve una profunda amistad de roce permanente con un amigo invisible venido de otro planeta. Era feo a rabiar, y verde, como pintaban los ilustradores de entonces a los vecinos del espacio exterior, pero tenía un alma blanca que lo llevó a ser el más próximo de mis amigos.

A mi amigo, que bauticé Pitxa porque sonaba a ser de Cádiz, pero en plan exótico, estoy convencido de que en los tiempos que corren no se le apetecería venir a veranear a este planeta repleto de chafarderos trumpantes, putinescos rampantes y maduros alienantes, entre otros. Y, por qué no decirlo, también de mandantes mangantes a tutiplén a lo largo y ancho de todo el planeta Tierra. Supongo que ni en Navidad, que es época de propósitos de enmienda y de ser buenos por decreto celestial se le apetecería venir, porque mi amigo Pitxa, además de ser polímata, tenía facultades para reconocer a las personas más allá de sus máscaras, las meramente sociales y las patológicas. Recuerdo como recurrentemente apuntaba:

-¿Ves aquel individuo que pregona la entrega al prójimo y que presume de probidad? Pues es un individuo de papal de fumar mojado, tan viciado ya que ya no sabe ni quién es ni cómo es en realidad.

Y esos individuos, angelitos, lo pasan mal en Navidad. Tan así es lo que acabo de escribir, que a lo largo del tiempo he podido constatar cómo hay gente, mucha, a la que bajar a los sustratos de la verdadera bondad les cuesta dos meses de diván a posteriori. Durante el periodo navideño son buena gente y gente buena, pero el esfuerzo contra natura que precisan para ser medianamente empáticos los angustia de tal manera que, para reasumirse después del periodo navideño, terminan recostados en la chaise longue de la psicoterapia.

En general, excepto la gente abisalmente crecida hacia sus adentros, el resto de los sapiens terráqueos somos gente expuesta a la angustia que nos produce el no reconocernos, la mayoría de las veces por no habernos parado a ello nunca. Quién va a conocerse mejor que uno mismo, ¿verdad? Pues, no... El problema más común entre la mayoría de los mortales es que no sabemos realmente quienes somos, ni en Navidad, pero nos aferramos con cierto grado de patología narcisista a la idea contraria. Qué malo es el miedo, oye...

Decía Julio Cortázar, creo que en Rayuela, que no es posible que estemos aquí para no poder ser, pero la realidad constatable es muy otra: somos pocos los que somos y muchos los que no somos, como consecuencia de un sistema más adaptado al parecer que al ser, excepto en Navidad, que es un periodo en el que ser bueno y compasivo es una orden.