Nunca entendí a quienes cuestionan que la Noche de Reyes se emplace al final de las fiestas navideñas. Suele argumentarse que el recibir los regalos cuando concluyen las vacaciones ofrece muy poco margen para su disfrute antes de la vuelta a la rutina; en mi humilde opinión, razonar así es demostrar un escaso entendimiento de la condición humana. Me explico: en cuanto a calendario, las Navidades son un magistral y bien dosificado crescendo que parece urdido por un consumado maestro de ceremonias. En este contexto, expectativa e ilusión administradas con mesura son una recompensa infinitamente más valiosa y perdurable que unos bienes materiales que siempre tienen fecha de caducidad.

Hasta el más racional y descreído comprende la necesidad de lo simbólico y los rituales como manera de proporcionar unas coordenadas de referencia en la vida, mucho más eficaz que el frío análisis o la descarnada exposición de hechos: la emoción deja una impronta en la memoria difícilmente reemplazable. Cómo no rememorar el niño que fuimos a la vista de la sonrisa de los más pequeños en la mañana del 6 de enero al entrar en el salón de casa. Se trata de un rito que contiene una continuidad conmovedora.

De modo que, cuando mañana se complete el ciclo una vez más, comencemos a hacer méritos para que, cuando doce meses después hagamos balance de nuevo, reclamemos nuestras recompensas en la confianza del deber cumplido. Yo, por mi parte, espero no recibir carbón; creo haber reunido méritos en cantidad suficiente durante 2018. Lo mismo deseo a quienes lean estas líneas.

Feliz día de Reyes Magos, no olviden acostarse temprano.