Hay oficios que no se entienden sin una pasión silenciosa y constante, que respiran a un ritmo de épocas menos urgentes, en las que la celeridad se entendía como algo innecesario y ajeno a un trabajo bien hecho. Inmersos en una sociedad en la que la eficiencia y la prisa se han aliado para ofrecernos cada vez más cosas (que tenemos que meter en pisos cada vez más pequeños) y en la que vemos normal que algo nos dure un año o unos meses, resultan llamativos y más necesarios que nunca oficios como el bordado artesanal. En Málaga aún mantienen la tradición del bordado varios talleres, que se nutren de los encargos que les hacen las cofradías para las procesiones de Semana Santa. Es saludable que las cofradías, desde la tradición, mantengan lo tradicional, que se renuncie a las máquinas y se busque lo humano para intentar mostrar lo divino.

Y eso que bordar no es fácil. Se requiere aprender muchas y variadas técnicas, romper los relojes, entender que se empieza una labor hoy para terminarla meses, años más tarde. Sin recompensas inmediatas, con las manos dispuestas y la mente a un ritmo de paseo tranquilo, desnuda de urgencias y prisas, con las puertas de la percepción abiertas al recogimiento y la monotonía, a dialogar mientras se trabaja, a dejar la impronta de quienes somos en algo que es material y al mismo tiempo trascendente, en una dimensión hoy en día extraña, desconocida para muchos de nosotros, en la que el bordado va surgiendo con imaginación y mucho mucho tesón. Para empezar, hay que convencer a una nube.

Ha de ser una blanca y lisa, de trato afable y con cierta tendencia al infinito. Este tipo de nubes no suelen estar en el cielo, con lo cual no se pueden atrapar con cometas; aparecen en sueños que sobrevienen tras un insomnio feliz, y para persuadirlas de ser el origen de un universo, antes hay que dibujarlo y prometerle que será eterno. La nube es blanca pero no ingenua y sabe que la inmortalidad es quimérica, pero aun así, cuando ve el dibujo sale del sueño y, adoptando el nombre de muselina morena, se echa sobre un bastidor y se fija a las propiendas; entonces llegan las manos y comienzan la labor, no sin antes nutrir a la nube con almidón de arroz, el alimento que servirá para darle la estabilidad necesaria al nuevo cosmos. Trabajan con devoción y en su cometido maravilloso de crear flores, estrellas, ángeles y hojas se auxilian de agujas e hilos, pues los universos se bordan, ya que de otra forma se descoserían y volvería el caos. ¿No existen máquinas que cosan universos? Claro que las hay, pero la belleza y la perfección de uno hecho a mano no tiene comparación, sobre todo por un detalle que es, en realidad, lo que distingue a los universos maquinales de los manuales: las horas. Cajas, sacos, camiones de horas son precisas para convertir el diálogo de una nube con unas manos en un universo, que poco a poco, como un puzle -diríase que un rompecabezas-, surge; como buen todo, está hecho de tantas partes como sea posible o necesario o ambas cosas a la vez, y las piezas se trabajan por separado con esmero y pulcritud, aun a pesar del sudor y de la sangre que a veces mana de las manos. Porque hay geometría, poesía y arte en el bordado de un universo, pero sin agotamiento y horas no se origina, sea del tipo que sea, desde una escena bíblica a la capa de una reina, y esta es una de las maravillas de construir universos, cualquier cosa puede salir si se combinan manos y horas, hilo y aguja, ciencia y paciencia. El resultado es expansivo, como corresponde a las leyes cósmicas: se extiende y va más allá del tiempo y del espacio, magnitudes que se combinan ante la vista de quien lo contempla, que no alcanza a ver el trabajo inmenso que hay detrás porque ya no es un puzle, sino un entramado en el que no se notan las uniones, los pespuntes invisibles, el hilo es uno solo infinito.

Y lo que fue una nube dentro de un sueño ahora es un universo cosido a los corazones de quienes lo contemplan.

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