Cierra una librería. Muere un editor. Los libros están de negro. A la cultura se le ha partido el corazón. Eva. Félix. Claudio. Tres nombres de pájaros que se nos quedan callados. Los dos primeros al otro lado de un escaparate del que se apagan los libros. El segundo en un manuscrito al que le acababa de imprimir su sello de editor de literatura con estilo. López Lamadrid. González. Cosculluela. Portadores de sueños los tres, en la calle Blancas de Zaragoza con un sofá menos, y en la oficina de Random House por cuya puerta no saldrá un cazador de talentos. La cultura prende flores en las redes, se abriga de abrazos compungidos, boquiabierta de lo inesperado con la muerte simbólica de unos, con el óbito real de otro. Todo su mundo, que es el mío, está de duelo. Estos golpes provocan un aire gélido al que le siguen la orfandad y la bruma. Y eso que en este país, que nada aprende de la memoria, la cultura está curtida en el dolor de ir perdiendo importancia en la sociedad y en la educación, espacios de divulgación, válidas personas, afán y años de trabajo con el que hacernos mejor. En la identidad, en el camino, en la vida donde ser y estar en un estado libre de conciencia.

Siempre es la economía, con sus exigencias de números sin sueños y sus profesionales del argumento Excel, la que pone en rojo el progreso y la imaginación. Es difícil encontrar gestores que no entiendan la cultura como un mero negocio de rápida rentabilidad, o que la defiendan como un instrumento de prestigio, formación del conocimiento y del disfrute. Al menos tiene el afecto cercano de todos los que nos sentimos amantes de ella, cómplices de sus placeres. La belleza de un cuadro, la emoción sensorial de una música, el ensueño de una película, la conciencia de una obra de teatro, la sacudida de la historia de un libro o de la piel de su lenguaje. Todos celebramos que detrás de estas excelencias que estimulan la creatividad, la mirada, el pensamiento, la capacidad de atravesar espejos o de ser rebeldes, existan mujeres y hombres que hacen posible que la cultura nos descubra universos diferentes o nuevos territorios; que nos revele por dentro lo que de nosotros desconocíamos; que nos aventure en nuestras propias emociones; que nos talle las palabras, sus pausas y sus sombras, de mayor expresividad, perfección y sensibilidad. Convenimos todos que sin ella es más difícil buscar en la realidad convencional ficciones de lo maravilloso, la poesía de lo cotidiano, periferias a las que crearle un plano en el que reconocernos.

Los libros suelen ser una de las brújulas que nos orientan en la isla del tesoro de la cultura. La única en la que la imaginación y el conocimiento echan raíces, aunque también se mueve a merced de las olas y las tormentas azotan el ánimo y supervivencia de sus Robinsones. Lo que son cada uno de los libreros que no cesan en ingenio para combatir las crisis de ventas, la carencia de jóvenes lectores formados en los colegios y en los institutos, la competencia de grandes cadenas y de plataformas voraces como Amazón, los horarios de lunes a sábado, la falta de apoyo eficaz de las administraciones, la tiranía del propio mercado del libro que ha convertido su producto en una navaja de doble filo. No ha conseguido el gremio consensuar una fórmula que lo fortalezca por encima de un enloquecido proceso de depósitos, devoluciones, novedades, servicios complementarios que atraigan el perfil cambiante del cliente. Resistir frente a las cuentas que no cuadran el esfuerzo es cada vez más duro, y lo que se abrió como un nido de ilusiones en poco tiempo se transforma en un cepo, en un irresoluble crucigrama. Cerrar termina siendo una dolorosa liberación.

Le sucedió hace tres años a la histórica Negra y Criminal de Barcelona, y esta semana a Portadores de Sueños en Zaragoza. Una equis en la que desembarcar con alegría para todos los Ulises que hemos presentado en su ensenada los libros con los que vamos creciendo nuestro viaje por la literatura, al margen de los océanos del best sellers. Acogidos por el entusiasmo de Eva y de Félix siempre anfitriones generosos, acompañados por Antón Castro fijo maestro de ceremonias y de Daniel Gascón, Manuel Vilas, Martínez de Pisón, David Trueba, Sergio del Molino, Óscar Sipán, Lina Vilas, y de la risa de arponero de Félix Romeo, su ilustre fantasma de corazón cicerone. En ella todos los escritores y escritoras nos hemos sentido adoptivos de Zaragoza con sus noches de tubo, brindis en El Plata y entrevista de respaldo en El Heraldo. En Cegal también he disfrutado de Eva y su fuerza, de Javier y de Juancho, como jurado y en su último congreso encomendado por ellos para moderar la memoria pionera de dos libreros subversivos y militantes, Paco Puche y Alfonso Guerra. No ha existido encuentro en el que Eva Cosculluela no me emplazase a poner de largo nuevas historias en su isla con sofá rojo. Su cierre después de 14 años de trabajo, olfato literario y afecto, reconocidos en 2012 con el Premio Librería Cultural, deja una estrella muerta en el fabuloso planisferio de las librerías.

Nadie lo esperaba. Tampoco la muerte del editor literario de Random House era una baja anunciada. A los buenos sueños les cierran los ojos los infartos cerebrales que casi nunca mandan señales. Lo inesperado del fallecimiento de Claudio López Lamadrid -nada más cumplir un año más de madurez dandi con regio perfil romano y de acordar la publicación de El año del pensamiento mágico de Joan Didion- también se ha sentido mucho en la tribu literaria. A su acto de fe de editor -que engloba intuición, confianza y pasión- le deben haber ido creciendo Rodrigo Fresán, Samanta Schweblin, Elvira Navarro, Patricio Pron, Belén Gopegui. Sin olvidar a Foster Wallace, a Philip Roth, a los últimos Gabo, a su admirado Juan Marsé y a otros con los que fue haciendo un impresionante catálogo de autor a su paso por Tusquets, Galaxia, Mondadori, Penguin RH, enriqueciéndonos nuestra aventura de lectores, la mirada con la que descubrir los mundos al otro lado de Atlántico y los de los barrios de al lado; las páginas de Mercurio donde su sello siempre tiene una ventana. Que solo se nos queda el igualmente apreciado Jorge Herralde, a punto de celebrar los 50 años de Anagrama, en esa nómina de editores orgullosos de su antiguo prestigio como creadores de libros frente a lo que su colega alemán Siefried Unseld contrapuso los actuales esclavos del mecanismo de aumento de ventas. Afortunadamente nos quedan indómitas vocaciones como las de Manuel Borrás, Joan Tarrida, Juan Casamayor, Elena Ramírez, Silvia Sesé, Julián Rodríguez, Ofelia Grande, Enrique Redel€Sólo que a ninguno de ellos les salen tan divertidos y cómplices los selfies como los que hacía con sus autores el enérgico editor de intensos e interrogantes ojos grandes, en permanente safari de literatura.

Un editor y una librería menos -cuánto os echaremos en falta- son un difícil roto en el mapamundi donde la vida sucede más libre y expresiva. No sé si lo saben o sí, los nuevos políticos de Andalucía que han decidido prescindir de la cultura. La ven como un gasto innecesario, un artilugio extraño del que siempre han sospechado, y casi siempre la desprecian sometiéndola al furgón de cola de deportes o del folclore. En Málaga la extinción de un Instituto Municipal del Libro fue lo primero que exigió el líder de Ciudadanos del que no existe testimonio de su reflejo de paso por el escaparate de alguna librería. Desde entonces la cultura anda fragmentada entre las franquicias de marca del arte y la precariedad presupuestaria para lo que tiene que ver con la gestión de la palabra. La cultura es un plural en Primeras personas, como el título que presenta este miércoles Juan Cruz sobre psicologías y anécdotas de escritores. Seguro que a él le gustaría uno de los aforismos de Dolor de rareza de Jose María de Loma: «Voy a leer. Hoy tengo el día libro». Si compran ambos títulos, le alargarán la vida a los libreros y a los editores, esos portadores de sueños que nos engrandecen como ciudadanos de la cultura. Militemos en ella.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es