El día menos pensando la Tierra se divorcia de nosotros por incompatibilidad de caracteres. Está cansada de que en lugar de escuchar la angustia que le sucede, nos dediquemos a despreciar los dones que nos regala. Ningún país, desde sus políticas medioambientales, se ha tomado en serio los numerosos informes -tampoco el más preocupante que acaba de presentar la ONU- sobre la precaria salud de su corazón. La ceguera del consumo, la codicia por la producción de riqueza, la explotación de sus recursos, y la escasez de una cultura respetuosa con las exigencias de sus necesidades va a terminar en un violento cese de la convivencia. Cuando suceda, de nada servirán el arrepentimiento ni un ramillete de promesas con el amor en verde. La Tierra nos habrá echado de casa escaleras abajo, con la implacable naturaleza del desamor irreversible. Lleva tiempo advirtiéndolo con el cambio climático que todos hemos incorporado a la cotidianeidad de nuestra conversación pero sin profundas reflexiones, una modificación de nuestros hábitos ni una acción de medidas que, aunque sean pequeñas, contribuyan como un placebo contra la enfermedad del medio ambiente. La tarea es fácil: cerrar los grifos correctamente, aprovechar la luz natural, utilizar bombillas de bajo consumo, no dejar aparatos enchufados, moverse en transporte público, no tirar papeles, colillas, toallitas, plásticos o chicles en la calle ni en el inodoro, igual que tampoco aceite por el fregadero, consumir alimentos de temporada. Reducir, reutilizar y reciclar. Pequeños gestos que multiplicados por los muchos que somos representan una importante defensa contra el deterioro del paraíso que habitamos como si fuese una propiedad sin obligación de mantenimiento.

Nuestra educación medioambiental sólo ha consistido en plantar un árbol con el colegio como actividad de primavera, en acudir a una granja escuela o en, si la economía lo permite, adquirir productos ecológicos. Pero lo importante es concienciarse y empezar mañana a practicar la costumbre de ser más responsables en el consumo y con lo desechable. En cambio la voluntad de los políticos debe ser una exigencia nuestra. La de toda la ciudadanía del mundo alzando una contundente sensibilidad sostenible contra su empecinamiento en negar la contaminación tóxica, las agresiones contra los pulmones del planeta y la evidencia de la peligrosa mutación del clima que mientras que para los científicos representa una grave amenaza para la vida a medio plazo para ellos supone la posibilidad de pingües beneficios económicos. El último en pensar en sacar tajada ha sido el presidente ruso Vladímir Putin, que entiende la fundición del hielo del Círculo Polar Ártico como una excelente oportunidad de acceder más fácilmente a los recursos naturales que alberga. También lo piensa Trump, y otros muchos dirigentes que de vez en cuando firman protocolos a favor de un plan de actuación para limitar el calentamiento del planeta muy por debajo de 2º C, como el de Kioto en 2009 y su ratificación en París en 2015, y luego se lo saltan a la mínima que pueden.

Ha tenido que ser de mujer la voz que ha movilizado a la juventud. En estos tiempos de frívolas injusticias, de empresarios y políticos con vocación de gélida pared, es importante que haya personas que no se conformen ni se callen, y sean capaces al menos de reivindicar lo que es sensato, lo que merece la pena batallar y más aún si se trata del futuro de la vida humana en las mejores condiciones posibles. Una lucha que, inspirada por las huelgas escolares contra la violencia de las pistolas en Florida, la adolescente sueca Greta Thunberg decidió promover faltando a clase un viernes y plantándose con su pancarta ante el Parlamento sueco. En diciembre lo hizo ante la XIV Conferencia sobre el Cambio Climático en las Naciones Unidas con un discurso de sorprendente madurez. Su sinceridad y la fuerza de sus argumentos todavía me emocionan cuando los leo: «Nuestra biosfera se está sacrificando para que las personas ricas en países como el mío puedan vivir de lujo. Son los sufrimientos de muchos los que pagan por el lujo de unos pocos (...) Ustedes dicen que aman a sus hijos por encima de todo, pero les están robando su futuro ante sus propios ojos (...) Necesitamos mantener los combustibles fósiles en el suelo y debemos centrarnos en la equidad. Y si las soluciones dentro del sistema son tan imposibles de encontrar, tal vez deberíamos cambiar el sistema en sí mismo. No hemos venido aquí a rogar a los líderes mundiales que se preocupen. Nos han ignorado en el pasado y nos volverán a ignorar. Nos hemos quedado sin excusas y nos estamos quedando sin tiempo. Hemos venido aquí para hacerles saber que el cambio está llegando, les guste o no. El verdadero poder pertenece a la gente. Gracias». Quizás tengamos en Greta Thunberg una próxima líder de ese futuro cercanísimo en el que la política y las esperanzas van a depender de la mujer, del ecologismo, de la educación, de la cultura y del espíritu de solidaridad.

De momento su notoriedad mundial ha provocado el movimiento Fridays for Future y una movilización internacional de estudiantes que no cesa de moverse y de obtener apoyos. En esta semana 12.500 académicos de Alemania, Austria y Suiza presentaron el martes en Berlín un manifiesto de apoyo a la protesta; el miércoles más de 250 miembros de distintas disciplinas y universidades españolas hicieron pública una carta de respaldo. Y el jueves 250 científicos de universidades públicas y privadas estadounidenses avalaron las propuestas de estos estudiantes cuya única bandera es un porvenir en paz con los dones de la Tierra. Con esa consigna, el viernes se manifestaron en más de 1.600 ciudades bajo el lema «Huelga por el clima». Su protesta seria, fresca, independiente de cualquier ideología, despuntando una sonrisa y convencidos de su batalla, convocó en España más de cincuenta movilizaciones invitando a la conciencia individual, y a la firme voluntad de los políticos de escuchar a los científicos, de trabajar con urgente eficacia contra la pérdida de hábitats. Después de décadas de difícil combate de Greenpeace parecen haber tomado la ilusión del relevo. También la gente de a pie tendríamos que participar activamente de sus reclamos, teniendo en cuenta la previsión de que el mar suba tres metros de aquí al año 2100; que el proceso de desertificación del suelo alcanza un 74%, y que la consumición de agua potable será pronto un conflicto territorial.

No hacer nada contra la dureza de los pronósticos de los investigadores supone colaborar pasiva o inconscientemente en un desastre a punto de romper aguas para la vida humana. Lleva tiempo la Tierra gritándonos su malestar, las causas de sus dolencias y alertando del naufragio y del fantasmagórico escenario en el que tendrían que intentar sobrevivir quiénes tienen por delante un mañana con raíces en el fango. Hasta ahora sus broncas -tsunamis, erupciones volcánicas, sequías, tormentas tropicales, terremotos, movimientos de masas o inundaciones- no han conseguido despertarnos de la orgía con la que despilfarramos y agostamos los ajuares de un Planeta para el que el desperdicio somos nosotros. Temblamos frente al televisor una semana cuando su furia nos asusta o nos roza con su drama, pero enseguida la rutina del bienestar diario con el clima perpetúa la reconciliación de un matrimonio al borde del vacío que se niega a aceptar. Nos reímos frente a investigaciones que afirman, como la de la Universidad de Beijing, haber encontrado relación entre la felicidad de las personas y el nivel de partículas dañinas presentes en el aire. O la de Universidad de Iowa sobre cómo la temperatura del ambiente también podría aumentar la ira, la irritabilidad y la hostilidad de los seres humanos.

La ONU lo ha dicho muy claro en su informe. Nos quedan 12 años para recortar las emisiones de CO2 un 50%. Hay que ponerse el impermeable amarillo de Thunberg y manos a la obra contra la crisis climática. Hacerlo es defender seguir sentados en la playa escuchando la canción azul del mar, sin corsarios de plástico al abordaje ni medusas de basura, y que los únicos residuos que nos derrame sean conchas maltrechas por su romance con las olas; que su única amenaza consista en la espuma intentando robar un poema caligrafiado en la arena. Yo quiero cada día decir Tierra y que me suene verde y agua fresca entre el corazón y la garganta.

*Guillermo Busutil es escritor y periodista

www.guillermobusutil.es