La lluvia en Málaga, esa gran ausente, fundamentalmente sirve cuando llega para dos propósitos: ensuciar vehículos y revelar la chapucera ejecución de las obras públicas señeras. Como cuando sumergíamos una cubierta en agua para ver dónde está el pinchazo, los charcos nos revelan cada punto en el que el alcalde, el concejal o el correspondiente apretó para que la obra estuviera lista o inaugurable -que son dos momentos distintos normalmente distantes- porque se venía encima alguno de los hitos que ponen patas arriba a esta ciudad, que son todos. Málaga ha llegado a tal estado de Pepe Gotera y Otilio que cuando alguien pregunta cuándo se acabarán las obras, la única respuesta correcta es la que daban en Esta casa es una ruina a Tom Hanks: unas dos semanas, del verbo nunca jamás. Posiblemente el alcalde, en su infinita sabiduría, proyecta sobre la ciudad modelos teóricos de obra pero, claro, la gente, toscos contribuyentes ajenos a tan altas reflexiones, se obstinan en usar calles, calzadas, bordillos, alcorques y pasa lo que pasa. Si no anduviéramos fastidiando, las obras estarían perfectas.

Y pasa que cuando se fija en los últimos empujones de obra, pues no alcanzo a describir esos esfuerzos de triple turno de otra manera, y sin tener el ojo perito de un jubilado ni de una suegra, se van anticipando los futuros bollos, baches, lagunas y baldosas trampa. Así se ha visto en actuaciones cinco estrellas como la plaza de la Merced, con su firme de quita-pon-y-pon, o en el Soho, por no ir más lejos. Transcurrido un tiempo, que permite reflexionar al contribuyente sobre la calidad de la obra en términos como misericordiosos, se reabre la obra, patadón palante y hasta la próxima.

Leonardo da Vinci diseñó un sistema que demostraba la imposibilidad del movimiento perpetuo. No sé si reconsideraría su posición viendo la obra perpetua de esta bendita ciudad.