Ruffini. Cielo santo. No hace tanto que acordabas con tu hijo días especiales, así, entre semana, como quien no quiere las cosa, como nos contaba anteayer Domi del Postigo en una deliciosa columna en estas mismas páginas. Unos churros en el centro, un paseo sin rumbo fijo al final de la tarde, un helado de Mira. Lo seguimos haciendo, claro, aunque algo ha cambiado: por aquel entonces, tu vástago estaba convencido de que no había duda escolar que papá no pudiese resolver; pero un día llega de clase y pone la regla de Ruffini sobre la mesa. Álgebra. Glups. Este hecho, en apariencia intrascendente, es el hito que decreta el final de la infalibilidad paterna: la irrupción de un matemático italiano en el hogar. No es que fuese el primer síntoma, hubo señales previas que apuntaban a este desenlace. La más visible fue el espesamiento del vello que crecía bajo su nariz, cuestión previsible desde que las marcas de lápiz en el marco de la puerta rebasaron una cota determinada. La más significativa, que aquel niño que hasta hace poco pululaba por el salón en las horas muertas prefiere ahora pasarlas en su cuarto. No, papá, prefiero estar aquí.

Con toda probabilidad, pronto vienen curvas. Pero a veces, cuando caminamos juntos por la calle, le miro de soslayo sin que se dé cuenta: veo al noble y despreocupado hombretón que va a mi lado, que me supera en altura, y siento un orgullo incontenible. Apenas ayer agarraba mi mano confiadamente, ahora ya no la necesita. Mientras está sumido en sus pensamientos, el sol primaveral incide en su rostro, deslumbrándole; gracias a eso, la sonrisa de bobo que su padre está esbozando le pasa desapercibida.