Abril ya nos ronda por sus mitades, pero no se engañen: a lo largo y ancho del planeta lo que se acerca es el invierno. Hace tan sólo unas horas que se dejó entrever el comienzo del fin. Le pese a quien le pese, el mundo entero tiene la mirada puesta en el desenlace de una historia de ficción. No las desdeñen, no las ninguneen. Algunas de ellas tienen mucho que aportarnos. Las historias, las grandes historias, colorean nuestros días, nos sirven de aprendizaje, nos convocan, nos encuentran, nos reúnen y nos emocionan. Poco importa que sean reales o ficticias: ¿qué más da? El orbe entero, repito, vuelca sus atenciones en el trabajo del equipo técnico que escenificará el resultado de uno de los interrogantes más esperados de la fantasía épica: Quién asumirá de manera conclusiva el definitivo señorío sobre el Trono de Hierro. Cuando es un solo aspirante quien se postula al mando, la impávida y dictatorial quietud del pensamiento único se torna tan aburrida como peligrosa e inadmisible. Cuando existen varias opciones en litigio, el resultado suele explosionar a modo de guerra civil. Y por ahí, más o menos, van los tiros. Si se les antoja quinielear, permítanme este verbo de mi invención, hay que mirar la trama con ojos de guionista y no limitarse a aventurar meros resultados que cuadren con la inercia de la línea argumental. Si quieren que me moje y me pronuncie, yo diría que Daenerys Targaryen de la Tormenta, la que no arde, la rompedora de cadenas, madre de dragones, Khaleesi de los Dothraki, Reina de los Ándalos, los Rhoynar y los Primeros Hombres, Señora de los Siete Reinos, finalmente, a pesar de tanto título, muere. Si algo hemos aprendido de esta saga, tanto en su línea literaria como en la que marca HBO, es que sus finales ni suelen ser felices ni concluyen comiendo perdices. La Canción de Hielo y Fuego siempre aboga por la música de lo inesperado a modo de tragedia. ¿Y qué hay más trágico que ejecutar en el último capítulo a aquella que lleva convenciéndonos, durante siete temporadas, de que va a gobernar Poniente? Ahí lo dejo. Pero el juego de tronos no se limita a HBO. El inicio de la Semana Santa, como cada año, echará a rodar lo humano y lo divino a lo largo y ancho de las calles de Málaga. Aquí, se lo ruego, no se postulen ni se posicionen a favor ni en contra de tal Cristo o de tal Virgen. Cualquier representación, desde la más austera y humilde hasta la más pomposa y floreada, no deja de ser un simple reflejo en madera, uno de tantos, de dos realidades que, en su mensaje y significado, nos superan y nos trascienden como únicas e irrepetibles: Jesús de Nazaret y su Madre. Si uno no es capaz de percibir esa realidad y dar el salto evangélico que va de lo externo a lo profundo, cualquier emoción religiosa vestirá más las galas del folclore que las de la fe. Y, por otro lado, queda, además, el trono del veintiocho de abril. Aquí partimos de dos certezas que no por obvias debemos dejar de tomar en consideración y que, como punto de arranque, nos pueden ayudar a dilucidar o prever el resultado de las elecciones generales: Ningún partido alcanzará la mayoría absoluta y Vox irrumpirá en las Cortes Generales. De estas dos premisas se derivará un consiguiente e inevitable juego de alianzas, o de tronos, tan cansino como predecible. Paradójicamente, el voto de los indecisos será el decisivo. El CIS habla de un 40%, lo cual no es moco de pavo. Pero ya saben ustedes que, en cualquier caso, la realidad suele superar a la ficción. Perdón, quería decir al CIS. Y si no que se lo pregunten a Susana Díaz. Conforme a la teoría de los vasos comunicantes, el PSOE recuperará tantos votos como los pierda Podemos, salvo los de los indignados sin ideología que, no se extrañen, podrían dar un salto a Vox. Ciudadanos y PP, por el contrario, se disputarán en sus fueros el liderazgo del centro. Unas inercias que, de previsibles, como digo, lo dejan a uno con abulia electoral, más frío que el corazón de mi ex, mucho más que los inviernos de Poniente.