Vamos de escándalo en escándalo impregnando la actualidad de polémica y, sin embargo, ya apenas nada nos escandaliza. Es normal, a fuerza de haber visto ya casi de todo nos hemos acostumbrado a ver lo nunca visto como si fuera lo más normal del mundo. No sé yo qué podría hacer estallar la sorpresa de forma masiva o unánime en un momento en que lo habitual es lo inesperado y por lo tanto lo imprevisto forma parte del guión.

Pero que no haya sorpresa no quiere decir que no ejerzan los sorprendidos, al contrario, hoy todo son alborotadas disputas alrededor de cualquier acontecimiento. Siempre hay alguien que, inconsciente o muy conscientemente, dice o hace lo que no debe, y a eso luego le sigue un ejército de altavoces que propaga e iguala lo anecdótico a lo crucial. Y enseguida debates de actualizad procesada trituran y van cebando la opinión mientras la crían. No importa lo insignificante o significativa que sea la cuestión, todo se trata con el mismo patrón: llega la noticia, trae el escándalo o la polémica, nos sacude unos días y finalmente se normaliza u olvida. Será que lo que sorprende por un lado anula la sorpresa por el otro -y viceversa- en una especie de espiral que nunca acaba y marea: la polémica reacción a la polémica declaración sobre el polémico asunto del polémico partido aviva la creciente polémica.

Es como si a través de tanto enfrentamiento se hubiera convertido la actualidad en una especie de deporte más y ya los ciudadanos fuéramos todos meros espectadores, aficionados y forofos de irreconciliables e históricos equipos. Todos los días el mismo partido, las faltas son cada vez más agresivas, se anulan goles, se marcan penaltis que no eran, se enfurece la afición, suenan silbidos, afilan banderas, vuelan bengalas, vibran las gradas y hasta mañana.