Con la sensación de llevar escuchando el tam-tam de campaña electoral desde hace meses, casi años, con dos debates electorales televisados a mis espaldas, con casi todas las medias verdades oídas y debidamente supervitaminado con las cinco ideas fuerza con las que han pretendido nutrirme los partidos que se presentan, convencidos de que no soy capaz de entender razonamientos que no incluyan un dibujo o una foto con los que luego poder hacer un zasca en redes sociales, estoy preparado para votar.

He tenido que salir por mis propios medios de la estupefacción que me han causado los candidatos, incluso aquellos que me suscitan más cercanía, atándome al mástil de mi propio argumentario para no dejarme llevar por lo primario, saliendo de la selva de la ocurrencia a machetazos mientras vigilaba la cartera y el reloj, mirando a izquierda y derecha antes de cruzar, con la trimestral de IVA en la mano y sin más brújula que un escalofrío por lo que se avecina. Me voy encaminando al colegio electoral. Iré con el sobre esperanzado en un gobierno de planes, no de ocurrencias para el telediario; en un gobierno prudente, ni frío ni caliente, que nos dé medios y fines, multiplicando los panes y los peces con el tesón de la madre o el padre de familia que hace cuentas en la cocina cuando todo el mundo ya duerme; que nos dé una mirada larga, que va más allá de los próximos dos días de agitación y propaganda, y que nos diga las verdades del barquero, con responsabilidad y sin tapujos, que ya somos mayores, y que ya está bien de meternos el miedo en el cuerpo, que ya lo llevamos de serie.

Echaré en la urna los higadillos, la última bocanada esperando el socorro. Y me juego la pensión a que no voy a ser el único.