Robert Byron buscaba en las huellas que dejaron los antiguos nómadas de las estepas turcomanas. Para aquel brillantísimo e iconoclasta joven escritor británico, descendiente de Lord Byron, ellos fueron los que alumbraron las fórmulas primigenias de la arquitectura y el arte islámicos. Robert Byron fue el maestro imprescindible en la literatura con mayúsculas dedicada al mundo de los viajes. Bruce Chatwin lo catalogaba como un «gentleman, un erudito y un esteta». Además de autor de textos sagrados, como El camino a Oxiana. Torpedeado en 1941 su destructor de la Royal Navy por un submarino enemigo, se ahogó cerca de las costas del norte de África. Decían sus amigos de Oxford que Robert Byron se parecía físicamente a la Reina Victoria, a la que conseguía imitar con una comicidad delirante. Era verdad que su humor también podía cortar como una cuchilla. Eso sí. Dejando cicatrices perfectas. Nunca podremos saber si la belleza implícita en El camino a Oxiana hubiese podido ser superada por otra obra posterior del maestro. Probablemente sí.

El profesor californiano Paul Fussell, en su libro espléndido, Abroad, en el que evocaba a Robert Byron y a aquellos jóvenes británicos, tan mordaces como inteligentes y cultos, le reservó a Byron el capítulo de honor de su obra, dedicada a los grandes escritores y viajeros británicos de la entreguerra. Es probablemente la mejor elegía que se ha escrito en su memoria. Como Chatwin, Fussell estaba convencido del carácter sagrado de los textos de Robert Byron. Tituló así el capítulo de Abroad dedicado al maestro: «Sancte Roberte, Ora pro Nobis». Conocí hace tiempo en Nueva York a Paul Fussel. Fue en una memorable cena que organizaron los editores de Harper's, con los que el profesor colaboraba habitualmente.

Es imposible no admirar sin reservas las pinceladas que nos legó Byron en El camino a Oxiana. Aquellos curiosos personajes que fue descubriendo a través de sus andanzas en Persia y en Afganistán, en aquel peregrinaje en búsqueda de épocas mágicas. Aquellos súbditos de las diversas satrapías por las que Byron viajaba podían ser corteses, cómicos, grotescos o simplemente siniestros. Podían fácilmente ser considerados amorales y absurdos; y sobre todo curiosamente intercambiables con algunos políticos de los atormentados tiempos actuales. Eran parte fundamental de un tapiz humano muy complejo. Tan fascinante como aquellas melancólicas torres funerarias perdidas en la inmensidad de las estepas.

Insistía Paul Fussell en que la ciencia de saber viajar es un arte mayor en trance de extinción. Sus últimos creyentes y practicantes pertenecieron a la generación de escritores que termina con Robert Byron. Por lo tanto ya no están con nosotros ni él, ni D. H. Lawrence, Graham Greene, Norman Douglas, Evelyn Waugh o Patrick Leigh Fermor. Glorias de las letras británicas, cuyos destellos nos siguen llegando en estos tiempos de tinieblas.

Cierro este texto citando uno de los párrafos de Byron: «Esta mañana el Secretario del Gobernador me envió un mensajero para comunicarme, después de muchos rodeos, que le agradaría recibir mi pluma estilográfica como un regalo. Me resistí. Después vino para pedírmela en persona. Viendo que tendría que regalarle algo, le pedí que se sentara y le hice un retrato en color. Me señaló su capa, forrada de piel. La dibujé con un cuidado exquisito. Esto le hizo feliz».