Los tiempos modernos traen consigo variantes modernas de los problemas antiguos. Sin entrar en la insulsa diatriba de las definiciones académicas que, de manera dogmática, pretenden delimitar si esto es acoso escolar o si aquello otro no lo es, lo que sí que es cierto es que todos los ciudadanos somos portadores de una idea genérica con la que llegamos a identificar tales situaciones. Mis coetáneos generacionales comulgan conmigo cuando llegamos a afirmar aquella copla tan común de que antes, en nuestros tiempos, las cosas eran diferentes. En mis días de colegio, como les digo, el asunto se reducía a una cuestión de roles. En cada aula, afloraba, como por arte de magia, un gafotas, un gordo, un empollón, un graciosillo y una figura del balón. Cada uno cumplía con su papel y cargaba en sus espaldas las penurias propias del mismo, pero con respeto y sin saña. El gordo, faltaría más, se llevaba su dosis de sarcasmo en cada clase de Educación Física, del mismo modo que al empollón se le tachaba de pelota por lo bajini y al colega de las gafas le cantábamos aquello de «gafitas, cuatro ojos, capitán de los piojos». En cualquier caso, cada cual, según su rol, se llevaba su ración de machaque pero, al final, había compañerismo y la sangre jamás llegaba al río, ni a los despachos. Nos queríamos y no nos perjudicábamos. Sin embargo, hoy por hoy, el cambio de mentalidad y las nuevas tecnologías han venido a identificar el acoso escolar con las escenas protagonizadas por la típica pandilla de chavales malotes que, de manera claramente reincidente y en plan matón (de ahí el término bullyng), pretenden someter y hacerle la vida imposible al compañero que se les antoja más débil. El prematuro acceso a internet por parte de los infantes también ha dado lugar a que las concretas fechorías en las que acaba derivando el acoso escolar se ejecuten gracias al uso pernicioso y torticero de las redes sociales y sus canales de comunicación. Pero sepan, por otro lado, que, además, no es oro todo lo que reluce ni estos roles encorsetan o conforman una casuística definitiva. No siempre el acoso se ejecuta por parte del alumno macarrilla frente a quienes muestran aires de debilidad expresa. En ocasiones, está pasando, alumnos revestidos con el halo de lo políticamente correcto y que parecen no haber roto jamás un plato se ensañan de manera reincidente con compañeros de comportamiento menos pulido. Les hablo de alumnos que aprovechan la mínima ocasión para acusar a otros compañeros de todos los males presentes, pasados y futuros que acontecen en el aula. Les hablo de alumnos o grupos de alumnos a los que jamás se cuestiona y que, enarbolando la aparente bandera de un comportamiento modélico, se limitan a alzar, una y otra vez, el dedo acusatorio frente al compañero que no irradia tanta credibilidad como ellos, frente al compañero no tan modélico, no tan políticamente correcto, y todo ello a fin de que caiga sobre este último toda la represión que pueda derivarse por parte de las propias familias y de las instituciones escolares. Les hablo de alumnos chivatones que jamás son cuestionados por sus padres, unos padres que, a la primera de cambio, mueven Roma con Santiago y convocan a las direcciones de los centros y a las jefaturas de estudios sin ni siquiera verificar o contrastar si la acusación que sus hijos vierten frente a otro llega a ser sostenible, matizable o, simplemente, se formula por vicio y en pos de una inquina manifiesta frente al otro, deseando claramente causarle un perjuicio. Les hablo también de padres fanáticos que sobreprotegen a los hijos y que no son capaces de darse cuenta de que no todo se resuelve en los despachos, que su hijo no se va a morir porque otro le sople y que, a veces, con una simple llamada a los progenitores de la contraparte, en caso de conocerlos, la cuestión termina por difuminarse de manera satisfactoria y extraescolar. Y es que educar no sólo consiste en reprender y acusar sino, primordialmente, en tolerar, suavizar, dialogar y, sobre todo, aprender a convivir. Observen y recuerden, no lo olviden nunca. El malo, no siempre es el malo; y el bueno, no siempre es el bueno.