La actitud que la sociedad española ha mantenido respecto al patrimonio arquitectónico desde 1900 ha variado de un extremo a otro. La indiferencia, que en general duró hasta finales del siglo pasado, ha sido el comportamiento más extendido. Entre los ejemplos más significativos, la propuesta del Ayuntamiento de Granada a finales del XIX de demoler el Palacio de Carlos V en la Alhambra para dar trabajo a los obreros en paro. En la actualidad hay mucha más conciencia, aunque ésta no suele incluir a la arquitectura moderna, aún poco entendida y apreciada. Esto explica algunas propuestas recientes que soslayan el valor de la obra de uno de los grandes arquitectos de nuestro país, Antonio Lamela, y del estudio que fundó y que hoy con brillantez dirige su hijo Carlos.

Titulado en 1954, Lamela fue desde el comienzo de su trayectoria profesional un arquitecto distinto, con una intuición extraordinaria, capaz de anticiparse a muchas de las preocupaciones que han ido surgiendo en la sociedad. Solía contar la anécdota sobre las torres de Colón en Madrid -hoy amenazadas-, cuando tras llevar tiempo paradas pasó por la plaza en un taxi. Al contemplarlas, el taxista le dijo que llevaban tanto tiempo así porque el arquitecto estaba internado en un manicomio y dado que estaban construyendo el edificio de arriba hacia abajo no sabían como seguir. Este diálogo resume la principal característica de su obra, la capacidad de adelantarse a su tiempo. Tanto desde el punto de vista formal como en la búsqueda de nuevas soluciones y sistemas constructivos, siempre apostando por la ligereza -arquitectura suspendida decía-, como cualidad. Fue uno de los más destacados impulsores de la arquitectura moderna en la Costa del Sol. Destacan los conjuntos de Playamar y La Nogalera. En ambos planteó modelos urbanísticos poco ensayados que se convirtieron en imágenes de referencia de la modernidad de la España del desarrollismo. Pero también construyó muchos otros, como el hotel Tres Carabelas, demolido en 2007, o los edificios Aloha, que están siendo irremediablemente alterados.

Hace casi una década que Teodoro León Gross defendió el valor turístico de Torremolinos en Santiponce Gran Hotel. En aquel Torremolinos una arquitectura de vanguardia se convirtió en el telón de fondo de una «ciudad de colores en un país gris». Las elegantes estrellas que tomaban el aperitivo hace tiempo que dejaron de venir. Con ellas se fue toda consideración hacia aquellos escenarios, sólo visibles entonces en zonas de Madrid y Barcelona. En lugar de poner en valor sus cualidades específicas, la ciudad y sus distintas corporaciones prefirieron en el pasado ocultar su modernidad tras una pátina folclórica de esperpénticos ‘monumentos al turista’ y hornacinas neo-vernáculas. Parece que estos planteamientos han cambiado en los últimos años, con ejemplos como la acertada recuperación del centro realizada por Salvador Moreno Peralta, que rescata los valores intangibles del municipio. Sin embargo, casos como el de los edificios Aloha nos recuerdan que conceder medallas de la ciudad es positivo pero no suficiente. Como en La Isla de Goytisolo, el tiempo corre aprisa y la erosión continúa.

*Daniel Rincón de la Vega es vocal de la junta de gobierno del Colegio de Arquitectos de Málaga