¿Tienes un momento?

—Es tarde —le responde ella, subrayando con una mirada al reloj lo que dice.

Es verdad. Aunque el calor aprieta como si el sol ardiera en plena noche, aunque las terrazas de los bares rebosan de risas en varios idiomas y se oye el estrépito transparente de los hielos en los vasos, hace tiempo que la tarde se fue. Sin embargo, él sigue ahí, hasta ese momento inmóvil como un árbol, como si hubiese querido pasar desapercibido justo hasta este instante, en el que ella, por fin, abandona la habitación en la que ha estado escribiendo todo el día.

—Dime, ¿qué quieres?

—No te retendré mucho —le dice él—. Quiero que me hagas jardinero de tu jardín.

—¡Jardinero de mi jardín!... ¿Te has vuelto loco?

—No... Dejaré todo lo demás. Tiraré el móvil, abandonaré el trabajo. ¡Y no me mandes a países lejanos, ni me pidas nuevas metas! ¡Yo no quiero ser más que jardinero de tu jardín!

Ella lo mira con incredulidad. Es alto, moreno y de rasgos suaves, en contraste con una barba dura, desaliñada, que parece robada a otra persona. Como si fuera tan frágil como un rayo de luna y, aun así, hubiera soñado con ser una tormenta de verano. Su presencia es refrescante y tranquila. No recuerda su nombre; de hecho, cree que no tiene.

—¿Te vas a dedicar solo a eso, a ser jardinero de mi jardín?

—Sí. Tras mucho pensarlo y haber podido escoger entre todas las profesiones del mundo, es la que me atrae más.

—Podrías ser juez, astronauta o guía turístico.

—No. Quiero ser el jardinero de tu jardín.

Cuando alquiló la casa, supo que iba a tener experiencias interesantes en ella. Situada por el Camino Nuevo, es una vivienda que tendrá unos cien años y que ya llevaba -incomprensiblemente- muchos sin ser arrendada. Supo en la panadería del barrio que se contaban sobre ella sucesos inauditos, historias de apariciones y fantasmas, habladurías que a ella, lejos de amilanarla, le suscitaron curiosidad. El caso es que él no es traslúcido ni arrastra cadenas y la cadencia de su voz es natural. Además, tiene la sensación de conocerlo de antes, de saber remotamente datos y algunas cosas que le han pasado. Sabe que podría despacharlo sin más, abrirle la cancela del jardín y que se marchara para no volver. De hecho, intuye que es lo más adecuado en situaciones así, pero la determinación que él muestra en su mirada, en su postura, le resulta enigmática. No va a dejar que se vaya, tiene que resolver el misterio. Le pregunta:

—¿Y qué vas a hacer?, di.

—Te acompañaré en tus días ociosos. Tendré fresca la hierba del sendero por donde vas cada mañana, y mis flores, ansiosas de morir bajos tus pies, te los colmarán de bendiciones. Te meceré en un columpio que haré para ti entre las ramas del nogal, y la luna del anochecer se afanará en besar el vuelo de tu risa entre las hojas. Renovaré el aceite perfumado de la lámpara de tu alcoba. Adornaré maravillosamente tu cama con pinturas de azafrán y sándalo.

Ella sonríe. Ahora lo recuerda: iba a ser un personaje secundario de su última novela, pero al final se quedó fuera de la trama, archivado en una carpeta. No es de extrañar que se haya aburrido allí y haya decidido escapar a la realidad, pasar de existir a vivir. Es lógico que quiera permanecer junto a ella, su creadora, al menos un tiempo. Ya llegará el momento en que contemple lo que hay más allá de los setos de arrayán y sienta el vértigo del mundo, de conocer lo que en estos instantes es algo aún borroso. Esta noche, este verano, puede que un año entero, necesita empaparse de aquella que lo ha creado, entender por qué se olvidó de él y no le permitió entrar en las páginas de la novela. No, no puede ser tan ingrata. Le dice:

—¿Y qué querrás por recompensa?

—Que me dejes tener entre mis manos las tuyas y enlazar tus muñecas con cadenas de flores; que me dejes pintar las plantas de tus pies con henna y quitar con mis besos el polvillo que cojan al azar.

—Bueno; desde hoy eres jardinero de mi jardín.

[Basado en un relato de Rabindranath Tagore (traducción de Zenobia Camprubí)].