Pueblos muertos de amor

«¡Jo, papá! Yo me siento muy de aquí». «¿De aquí de dónde?». «Pues, de este pueblo, ¿de dónde va a ser? Lo tengo incrustado en lo más profundo de mi corazón, cosido en sus dobladillos. Verás: mis vacaciones las paso siempre aquí, en la Semana Santa saco el santo a pasear, participo activamente en las fiestas patronales y un largo etcétera. Es una cosa tremenda...». «¡Qué emoción, hijo! Pues ya que amas tanto al pueblo, el domingo que viene podrías ir a limpiar de ramas, rocas y basura que la última crecida trajo el río. Está tan sucio, que es imposible pasar por las pasarelas que hay en los estrechos y eso está afectando al turismo. También hay que señalizar los senderos, limpiarlos de brozas, abrir otros nuevos, reconstruir las ermitas, los caminos empedrados, los muros...». «Bueno, papá, no confundamos el querer con el trabajar. Eso que lo haga el Ayuntamiento que para eso le pagamos, no voy a ser yo el más tonto». «Hijo, si nosotros no cuidamos el pueblo, al final la gente se irá, las casas se caerán, el campo se perderá y ya no habrá fiestas a las que acudir. Si todos aportamos nuestro granito de arena en el mantenimiento de pueblo y sus alrededores, a todos nos irá mejor, ¿no crees?»

Venancio Rodríguez SanzMálaga