Cada espacio vital es un púlpito, un escenario, un balcón... Excepto que estemos solos, sin compañía alguna, no existe un lugar en el que algún prójimo no sea susceptible de reparar en nosotros. Cada escenario, cada tarima, tiene su mirador, su palco, su ventana, su platea desde la que alguien nos mira y nos ve. Y, a veces, entre los miradores, además, hay vigías, oteadores que nos indagan y nos husmean y nos hurgan y nos exploran en silencio, y nos averiguan.

En la tribu del sapiens o somos mirones o somos mirados, no hay otra... O somos voyeristas o exhibicionistas. Obviamente, con excepción de las damas, a las que la Naturaleza ha dotado de una especial capacidad multitarea, que raramente se da entre los caballeros. Para mirar y, a la par, ser mirado hay que ser mujer, o estar perfectamente instalado en la parte femenina del sapiens varón de la que nos habló Freud. Sin embargo, para unas veces mirar y otras ser mirado, como proceso consecutivo, vale cualquiera. Hasta el más piltrafilla de la tribu va y lo hace a la primera, porque, en realidad, ambos actos forman parte de las necesidades intrínsecas del sapiens que nos explicitó Maslow.

Tanto mirar para aprender, como exponernos para ser amados y admirados, en este orden, forman parte de nuestro catón conductual natural desde el primer nanosegundo de nuestra existencia. Obviamente, esta parte del proceso a la que me refiero nada tiene que ver con el narcisismo exhibicionista, ni con el egocentrismo patológico, ni con el voyerismo social basado en la modernísima herramienta peligrosamente prevalente fundamentada en la máxima que defiende que la información es poder, con la que el sistema, con mayor precisión cada vez, empieza a atentar contra la más profunda esencia del ser humano. ¡Viva el big data que viene para servirnos...! O no.

Más allá del asiento del teatro, el del cine, el del circo y, en general, el de todos los espectáculos cuya razón de ser consiste en que unos pagan para ver y otros cobran por ser vistos, el asiento del metro, el del tren, el del avión, el de la sala de espera del dentista; el taburete del bar; la hamaca de la piscina; la cola del cajero, la del hipermercado, la de embarque... son adminículos y situaciones propicias para que una relación de vecindad llame nuestra atención, o para contribuir a que seamos nosotros los que llamemos la atención de algún vecino contiguo.

Para el que le escribe, amable leyente, de entre todos los escenarios posibles para mirar y ser mirados, ninguno mejor que mesa de al lado. Da igual de si se trata de la intimidad de un restaurante o de la de un bar de copas íntimo, la mesa de al lado siempre es una especie de miniuniverso de intimidad, de proximidad, en el que el ejercicio de 'mirar y ver' llega solo, sin que necesariamente exija predisposición por parte del espectador casual del momento. Y ello ocurre porque la verdadera esencia de ambos lugares trasciende la razón de ser de los actos de comer y beber y transforma su literalidad.

En la mesa de al lado se crean, se alimentan y se destruyen relaciones, se hacen y se deshacen negocios, se liman y se fortalecen asperezas, se agigantan y se minimizan distancias, se definen las líneas que acotan la esperanza y la desesperanza... La mesa de al lado empuja a la ira y la ternura con la misma naturalidad que al encuentro y al desencuentro. Y todo ello es visible y casi vivible desde la corta distancia entre dos mesas. La mesa de al lado, especialmente cuando esta vestida con el mantel bordado de la empatía, es un tratado de experiencia.

Cierto es que la mesa de al lado, con frecuencia, no es más que un simple nido de perversos hurones espías, de murmuradores necios, de cuentistas catacaldos, de cotillas impertinentes que solo aspiran a averiguarnos, pero también y sobre todo, es un lugar en el que el silencio no puede esconder su cara y su cruz.

Ningún lugar más propicio que la mesa de al lado para demostrar tanto que «el silencio es una de las artes más grandes de la conversación», según expresó William Hazlitt, como que hay silencios oscuros que son el desgarrador grito de nuestras sombras, que claman para ser redimidas.