El francés Thomas Piketty convirtió las 900 páginas de su libro «Capital en el siglo XXI» en uno de los textos de economía más vendidos y citados de la última década. Allí trató de probar científicamente que el capitalismo ha amplificado la desigualdad entre los individuos en lugares como Europa y EE_UU, favoreciendo la concentración de la riqueza en pocas manos. Lo sujetó en este razonamiento: la desigualdad tiende a exacerbarse cuando la tasa de retorno del capital (el beneficio obtenido en relación a la inversión realizada) es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, algo que ha ocurrido de manera casi continua en la historia y que se acentuó en Occidente desde los años 80 hasta ahora. Los números de Piketty vendrían a demostrar -aunque no sin críticos dentro de la profesión- que los ricos se hacen cada vez más ricos y más rápido frente a quienes viven de las rentas del trabajo. Avanza, venía a decir también Piketty, el «capitalismo patrimonial» o de rentistas.

El pensador galo ha sacado ahora la secuela de ese primer trabajo: «Capital e ideología», publicada en francés y aún sin traducción al inglés y al castellano, pero que ya está generando críticas y análisis en España, cabe suponer que con frecuencia fundamentados en comentarios o extractos buscados con Google y no en la lectura de las 1.200 páginas nuevas de Piketty, como también ocurre en el caso de este artículo.

Con esa limitación, puede anticiparse que otra vez su planteamiento es provocador: se adentra en la historia y en el mundo de las ideologías y de la justicia distributiva (territorio este último que a menudo evitan muchos otros economistas) para defender que no existe ningún principio fundamental inmutable o ley natural que justifique el grado de desigualdad económica actual, que no es por tanto un daño consustancial al progreso económico la alta concentración de riqueza en pocas manos, que el origen de esta concentración es ideológico y político y que existen mecanismos para evitarla sin derrumbar el desarrollo.

Piketty revisa la caja de herramientas de la progresividad fiscal (cuanto mayor es la renta o el patrimonio, mayor es el porcentaje que se paga) y lanza la idea de un sistema que llama de «socialismo participativo» que a muchos les sonará a la colectivización marxista de los medios de producción. Plantea un impuesto sobre la propiedad y las herencias cuya recaudación equivaldría al 5% de la renta nacional (60.000 millones en España) y dedicar ese dinero íntegramente a dar a los jóvenes, según cumplan los 25 años, una especie de capital inicial para encarar sus vidas de adultos. Es lo que llama la herencia para todos. Al mismo tiempo, se mantendría un tributo progresivo sobre la renta que, sumado a las cotizaciones sociales y a un gravamen individual sobre las emisiones de CO2, alcanzaría para financiar los servicios sociales básicos (sanidad, educación, pensiones...).

Piketty también propone extender el modelo de «cogestión empresarial» de Alemania y los países nórdicos, dando participación a los trabajadores en los consejos de administración para sujetar los sueldos de los altos ejecutivos. Y aboga por erradicar a los hipermillonarios, en la medida en que en su modelo de imposición patrimonial incluye un tipo de gravamen del 90% cuando las fortunas superan los 2.000 millones de euros.

La respuesta a un exceso de desigualdad económica sigue estando en los impuestos progresivos, viene a decirles Thomas Piketty a los socialdemócratas que perdieron su antigua brújula. Y vuelve a prevenir a los liberales de que la polarización social a la que conduce un reparto persistentemente injusto de la riqueza es dinamita para la democracia. Dará que hablar en ambos bandos.