El pasado miércoles, gracias a la providencial BBC, seguí en directo el discurso del «Premier» británico, el señor Boris Johnson, «BoJo» para los iniciados. Se suponía que para él y para los correosos cruzados del Brexit aquella sarta de deformaciones de la realidad, aquellos latiguillos jingoistas, serían la pieza de resistencia, la viga maestra de la augusta Conferencia Anual del Partido Conservador en Manchester. Sin comentarios. La ruina moral de un gran partido político no es un espectáculo reconfortante

Recuerdo que en las orillas suizas del lago Lemán, en la Escuela Hotelera de Lausanne, me contaron una vez amigos y colegas de esa gran institución que durante la «Belle Époque» muchos británicos, finalizado su veraneo alpino, solían pasar una o dos semanas en Lausanne. En aquella época se inauguró para ellos en Lausanne el Hôtel Beau-Rivage, al que tanto admiro. Allí se alojaban en su última etapa suiza, antes de regresar a las nieblas y a los desapacibles otoños de las otrora portentosas islas. En las orillas del lago Lemán, el hotel les ofrecía a sus ilustres huéspedes británicos un epílogo muy especial para su periplo. Coronado al final de cada día por las elegantes cenas y los bailes en unos de los salones más bellos de Europa. Precedidos éstos por vigorizantes paseos matinales por las riberas del lago o por los baños en las dos piscinas del hotel. Una reservada para las damas, la otra para los caballeros. O los animados partidos de croquet o de «lawn-tennis». Y después del almuerzo -nunca demasiado copioso- la hora del té y sus ritos. Además de los discretos placeres que proporcionaba la práctica del arte de ver y de ser vistos. Además del revuelo que se producía con la llegada a Lausanne de grandes personajes. Como el príncipe de Gales, el futuro Eduardo VII. Todo ello llenaba los días que precederían al regreso a las Islas Británicas, donde les esperaba el despegue de la «London Season», con su intenso y complejo calendario social, o el comienzo de la temporada de caza, inaugurada tradicionalmente con las perdigonadas a las apreciadas «grouses» en los páramos de Escocia. El turismo era entonces una fascinante novedad. Y los británicos tuvieron mucho que ver con eso.

Según nos contaba Diógenes Laercio en el tomo tercero de su «Vidas de los Filósofos», Aristóteles dividía las cosas de esta forma: «De los bienes humanos, unos existen en el alma, otros en el cuerpo y otros fuera de nosotros. Colocaba en el alma la justicia, la prudencia, la fortaleza y otras virtudes semejantes. En el cuerpo, la belleza, la buena constitución, la salud y las fuerzas vitales. Y entre los bienes externos estaban los amigos, la felicidad de la patria y de nuestros semejantes y las bellezas de la naturaleza y del arte».

Todas esas virtudes eran cultivadas, con mayor o menor fortuna, por aquella sociedad, que deseaba ser ejemplar, orgullosa de su Imperio y de las virtudes que lo habían hecho posible, que se congregaba en el Beau-Rivage Palace. En su encuentro ritual bajo los adornos barrocos, los frescos florentinos y las inmensas lámparas de cristal veneciano. Recuerdo otro ejemplo de la bondad y la inteligencia humana, en aquel hermoso parque alrededor del hotel: un romántico pequeño cementerio junto al lago, destinado a los animales de compañía de los huéspedes más fieles del hotel. Un lugar muy especial. Cerca de las aguas del Lemán, surcadas por los vaporcitos al servicio de los turistas, con las montañas al fondo de la Haute-Savoie francesa, ya blancas con las primeras nieves. Las abundantes nieves del pasado, nieves que ahora añoramos todos. En este rosario de glaciares alpinos que se nos va muriendo. Ya no tan lentamente...