Es domingo, el sol corona la mañana con su luz, pero empuja a rachas el viento el calor y lo amortigua, o se lo lleva. Las hojas teñidas de otoño desfilan por los perfiles de las calles como guirnaldas tristes, de despedida, en movimiento, pero sin vida, y se acaban agolpando en los rincones donde serán barridas como recuerdos atrapados en los recovecos de la memoria, esperando su último viaje hacia el olvido. A mediodía ya impregna el sol de verano la temperatura. Hace horas que cantan los gallos en el Parque de la Paloma, pero ahora con redoblada alegría, sacando pecho, tres perros tiran de una mujer persiguiendo múltiples estímulos sujetos a una correa: esos polluelos, aquellas palomas, niños corriendo, más perros; los ata a una columna y saca de una bolsa un surtido de verduras, emite un sonido parecido a un silbido y asoman entre los matorrales dos cobayas que reconocen la llamada como si la entonara Pávlov y refuerzan el condicionamiento con agradecida voracidad.Sentado en un banco, bajo un cielo claro de tarde, trato de despejar la mente y despojarme de la actualidad de la semana, igual que se sacuden los árboles las hojas que alfombran los caminos. Demasiadas imágenes cargadas de rabia, demasiado ruido en las palabras, demasiada violencia, agresividad, odio, destrozos. Revolotean ideas por la cabeza, me hago preguntas que no tienen respuesta. No caen las hojas, se agarran con fiereza, marrones y secas desgastan al árbol que las sustenta. Y mañana más. Demasiado tiempo igual como para que no sea cada vez peor. Nada avanza, sólo la incomprensión y eso carga las fuerzas de unos contra otros. La solución espera que alguien mire, pero es demasiado atractivo el problema. Sobre todo ahora, en esta pasarela de ridículos liderazgos, en esta ruinosa época de orgullosos equivocados. Ya de noche sigue soplando el viento, pera ya nadie ve lo que arrastra.