La última vez: Hola quimionauta, te nombro en esto, le escribí. Luego nos vimos en Sevilla, su lugar en el mundo desde hacía más de 20 años, en la presentación de la programación de Canal Sur Radio, donde recaló Valentín García tras trabajar en la SER. Se le veía bien, aunque con ese cansancio del que padece el esfuerzo de padecer una tremenda enfermedad y no querer que a través de él la padezcan los demás. Un compañero singularmente alegre, el bueno de David Hidalgo y otra compañera encantadora nos hicieron una pequeña entrevista a algunas de las personas que estrenábamos temporada en la radio andaluza. En eso llegó Valen. Y el micrófono fue para él. Mariló Maldonado colgó esta semana en la red una foto de ese momento.

El cariño de los suyos, de esta profesión me refiero, trascendía las marcas. De hecho, yo me enteré de su muerte oyendo de fondo Onda Cero, la primera emisora que me salió en el viejo transistor de la cocina mientras le daba el biberón a mi hijo más chico, a ver si oyendo voces se entretenía y tragaba mejor, otra de las cosas para las que sirve la radio. Fue uno de los locutores quien, haciendo un receso en el vertiginoso relato deportivo, dio la necrológica del compañero fallecido con apenas 50 años. Yo estaba sujetando un biberón en la boca de mi bebé, la vida abriendo la boca y Valentín ya no estaba.

Cuando supo que perdí a una amiga insustituible, también por el cáncer, me escribió: "Querido Domi, siento mucho la muerte de tu amiga. Por lo que dices (se refería a un artículo póstumo que publiqué en La Opinión), llena de alegría y dignidad... Muchísimas gracias y un abrazo muy fuerte"

No sé muy bien por qué Valentín García apretaba el superlativo cuando daba tanto las gracias. Pero la única verdad es que las gracias, todas las gracias, habría que dárselas a él. Su mirada noble de ojos inquietos tras los cristales de sus gafas no parecía descansar en el aprovechamiento periodístico y moral de su circunstancia personal. Sus artículos, el pulso de su blog, su reto compartido de esperanza y dignidad ante lo adverso, su #Yomecuro, retuiteado hasta el infinito, donde andará ahora durmiendo un poco lo que no pudo dormir desde el feroz diagnóstico, un cáncer de los malos malos...

Hay personas a las que se les atisba su magia en gestos cotidianos. Pero esa magia estalla cuando la espada de Damocles se queda fija sobre sus cabezas. He conocido algunas que me han dejado una huella imborrable. Lo hablé con Albert Espinosa cuando Mercero llevó al cine su Planta Cuarta, aquella historia de niños pelones por la quimio en la planta de oncología del hospital donde él pasó parte de su infancia. Me pasó con Fernando Martín, un hombre que se me hizo costumbre cuando yo trabajaba en la SER, un pequeño empresario de la madera que tenía la nave en un polígono que se convirtió en un gigante cuando bregó con el cáncer. Venía sin pelo ni en las cejas, subía las escaleras sin resuello y la boca llena de llagas y luego vivía los minutos que pasábamos en el estudio con una intensidad indefinible. Aprovechó su tiempo para enredar a la gente del hospital Carlos Haya en un mejor protocolo de llegada para los enfermos de cáncer recién diagnosticados que aún no sabían, con su impacto a cuestas, ni donde estaba la sala de quimioterapia. Me pasó con el joven Pablo Ráez, de quien ya escribí en su momento -y quién no ha escrito de Pablo y su Siempre fuerte-.

Y ahora me ha pasado con Valen. Un tipo sólido, de los que rompen el molde.

Carolina Cambrils, reportera del programa Andalucía Directo, le decía algo en las redes que me convenció mucho: "Creo que te curaste el día que entendiste que somos tiempo. El cáncer te lleva antes de tiempo, pero no te quita el tiempo bien vivido. Porque tú no le dejaste. Porque esa era tu arma. Y eso, para mí, es curarse"... Y ahora a seguir viviendo. Por él