En mi condición de servidor público de la Administración de Justicia, concibo el Derecho como un mal necesario. Tan ineludible es el Derecho como irremediable el conflicto. Es preciso un protocolo, un ordenamiento, un consenso común acerca de aquellas cosas sobre las que no brota el acuerdo. En toda época, en cada lugar, expresa o tácita, se hace indispensable la norma. Ya en el mismísimo relato del Génesis, el libro que principia la Biblia, la norma aflora desde sus primeras líneas: «Podéis comer de cualquier árbol que haya en el jardín, menos del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal». Pero tampoco hace falta remontarse a la Sagrada Escritura para justificar algo que emerge desde siempre. También nos vale el argumento contrario para fundamentar la misma idea: incluso en el relato de ficción más irrisorio, está presente la norma. Acuérdense, por ejemplo, de los Gremlims: no los mojes, no les des de comer después de medianoche y no los expongas a la luz del sol. Como pueden ver, el Derecho, volviendo a la realidad, no sólo aflora en los específicos territorios del ejercicio de la jurisdicción. Las normas se hacen más que presentes en los hogares, entre los cónyuges, los padres y los hijos, en las comunidades de vecinos, en el teléfono móvil, en el trabajo, en el amor, en el desamor y, por supuesto, no sólo en la vida, sino también en la muerte. Sin embargo, si me consienten restarle todo el halo de esoterismo histórico y metafísico que pudiera irradiar aquella terminología que, en primero de carrera, vinieron a denominarnos como Derecho Natural, sí que creo en ciertos parámetros universales, muy elementales, que debieran alzarse por encima de cualquier ordenamiento jurídico. Hay quien ha relacionado dicho concepto con la Teología, mientras que otros, más recientemente, lo han dejado aterrizar sobre la denominación Derechos Humanos. Por mi parte, les confieso que me gusta el orden y la protección que nos confiere la normativa: ese tranquilizador sentimiento de hacerse a la idea. Pero permítanme vivir en lo variable, lejos de definiciones cerradas, permítanme acudir a lo provisional, a la excepción, a lo inesperado. Porque ahí, precisamente en el campo de lo indefinido, es donde nos jugamos el ser lo que realmente somos, la vida, o la honra, como decía el Duque de Rivas. Hay situaciones naturales que debieran alzarse como una llamarada frente al inmovilismo de cualquier ordenamiento jurídico. Y creo, sin duda alguna, que no hace falta experimentar la condición de padre para poder afirmar que la cruda realidad de algunos menores de edad, permítanme llamarlos niños, destrona o debiera destronar cualquier normativa fronteriza que osara causarles perjuicio alguno. El llamado interés del menor, incluso ante la duda, debiera conformar una máxima intocable, una presunción tan clara como la de inocencia, una garantía de hierro por la que bien merecería la pena que se activaran todos y cada uno de los resortes administrativos y partidas presupuestarias de nuestro Estado Social y Democrático de Derecho. Por supuesto, claro que sí, sin duda alguna, me resulta inevitable ver en los ojos de cada menor que llega a nuestras costas, de cada niño, el mismo miedo, la misma inocencia, la misma vulnerabilidad que, en dicha situación, irradiarían los de mis hijos. Cuidar de un niño, quererlo día a día, ayudarle y prepararlo para alzar el vuelo, defenderlo de la vida, es la tarea más compleja, emotiva, desinteresada y entregada en la que nos podemos volcar. Sólo con la crianza, le pese a quien le pese, llegamos a definirnos, a conocernos y a saber cómo somos realmente frente a nuestro espejo y frente a los demás. Los niños, todos los niños, son responsabilidad del mundo, no sólo de sus padres. Y les hablo de todos, de todos los niños, puesto que sus miradas, sus miedos, sus temores, sus abusos y sus indefensiones son comunes. Escuchen sus historias, cara a cara, mírenlos a los ojos. Las historias de los hambrientos, los maltratados, los mutilados y los abandonados. Que una simple radiografía de la mano izquierda, comparada con tablas y parámetros de niños caucásicos del siglo pasado, determine la mayoría o minoría de edad de aquellos que se estrellan frente a nuestras costas sin documento alguno, define claramente el cinismo del tipo de sistema en el que nos hayamos inmersos.