En la serie de textos escogidos que integran el último libro de Isaiah Berlin publicado en España ('Sobre el nacionalismo', ed. Página Indómita), el autor letón narra un antiguo cuento ruso que permite iluminar también nuestro mundo: «Un sultán decide castigar a una de sus mujeres por haber cometido alguna fechoría. Ordena que sea encerrada con su hijo en un tonel y los arroja al mar para que perezcan. Después de varios días, el hijo le dice a su madre: «No soporto estar tan oprimido, quiero estirarme». «No puedes hacerlo», responde ella, «romperías la base del tonel y nos ahogaríamos». Unos días más tarde, el hijo vuelve a quejarse: «necesito espacio». La madre responde: «¡Por Dios, no lo hagas!; nos ahogaremos». Y entonces el hijo dice: «Que así sea; tengo que estirarme, sólo una vez, y después que pase lo que tenga que pasar». Consigue su momento de libertad, y perece».

A Berlin este relato le conducía a reflexionar sobre la complejidad del nacionalismo y su condición de fuerza política fundamental en los siglos XIX y XX, por encima incluso del capitalismo y el socialismo. Frente al sueño cosmopolita de una nación universal de ciudadanos -que Berlin concebía como una hermosa ingenuidad- o a la creencia igualmente ilusa de que un mundo poblado por una miríada de naciones culturales puras sabría convivir en paz, se levantaba el horizonte de la experiencia histórica. «La balcanización -explicaba ya al final de su vida, en 1991- significa la existencia de muchas pequeñas naciones, llenas de un orgullo nacional, un odio y una envidia incitados por los demagogos, naciones que marchan las unas contra las otras como lo hicieron en los Balcanes en 1912. Se trata de una perspectiva sumamente sombría». Se diría que este es el mundo en que habitamos hoy -del populismo trumpiano a Putin-, aunque con un ligero matiz. Las naciones también se rompen internamente bajo el peso de la tribalización identitaria, de modo que ya no se trataría del enfrentamiento de una nación contra otra sino de la escalada del conflicto hacia dentro del propio corazón de la sociedad y del individuo, con la consiguiente aparición de nuevas tradiciones confrontadas: las minorías contra las mayorías, las elites contra la clase media y los trabajadores ( o viceversa), el laicismo contra los creyentes, el feminismo contra la cultura 'heteropatriarcal' y así un largo etcétera, donde todos se detestan unos a otros.

«Las únicas naciones que no deberían preocuparnos son las satisfechas -advertía Berlin-, esto es, las no heridas o ya curadas, como las democracias liberales de Norteamérica, Europa Occidental, Australia, Nueva Zelanda, y, eso espero, Japón». Hoy sabemos que se equivocaba. Ni la globalización, ni el desarrollo económico, ni la tecnología han frenado la cosecha identitaria; al contrario, cabe pensar que los hombres no somos capaces de vivir sin algún tipo de fe -sea religiosa o laica- que dote de sentido metafísico a nuestra vida. Ninguna revolución ha triunfado en Europa sin pactar de uno u otro modo con los nacionalismos. ¿Volverá a suceder así? ¿Sólo un nacionalismo de signo opuesto puede plantar cara a un nacionalismo exacerbado? ¿Ocurrirá lo mismo con las guerras identitarias que corroen actualmente las sociedades? Y de ser así, ¿no le estaríamos dando la razón a los extremos que propugnan -tanto en la derecha como en la izquierda- el triunfo de la democracia iliberal? Paradójicamente, la única alternativa a la nación universal de ciudadanos parece ser un mundo mecido por el conflicto perpetuo. Y esta disyuntiva resulta inquietante.