"Arriva sempre di mattina treno Parigi". Esta nota aparecía en el fichero de la conserjería del Gritti, bajo el nombre de Valentina Schlee. Como un aséptico "billet-doux", inmutable y sagrado. Efectivamente. Cada primero de Julio, la diseñadora parisina llegaba a Venecia en un "Wagon-lits" del tren de París. Ella sabía que no era necesario el recordarle su hora y día de llegada al augusto conserje del hotel, el signor Lis. Por supuesto, uno de sus ayudantes estaría en la estación para recibirla y acompañarla a lo largo del Gran Canal hasta aquel hotel que, durante unos días, sería su casa veneciana.

No hubiera podido ser de otra forma la actuación del maestro Lis, miembro de la gran familia de las Llaves de Oro de Europa. Bien avenida familia a la que tengo el inmenso honor de pertenecer desde hace no pocos años. Al fin y al cabo aquel palacio que él custodiaba celosamente lo había mandado construir hacía quinientos años un Dux de Venecia, Andrea Gritti. Como decía mi buen amigo el maestro René Lecler: ¿Qué se puede decir del Gritti que no se haya dicho más de mil veces? ¿El hotel más bello del mundo? ¿El más adorado? ¿El más original?

La que fuera la inolvidable gobernanta del Gritti, la señora Giandomecini, evocaba a Somerset Maugham en su suite, con vistas al canal. Tenía la manía de llenarla de claveles rojos. O a aquel otro escritor, en la suite 115-116, en la esquina del primer piso, mientras daba los últimos toques a uno de sus libros. Todas las mañanas les enviaba unas botellas de buen vino a los simpáticos gondoleros apostados en el desembarcadero del hotel. Se llamaba Ernest Hemingway y el libro llevaría el título de "Across the river and into the trees".

Desde hacía más de dos siglos pocos maestros de la literatura pudieron resistirse a los encantos de aquella casa del 1525. Charles Dickens, George Sand o John Ruskin (allí compuso "Las Piedras de Venecia") fueron ilustres huéspedes del viejo palacio. Eso fue antes de 1948, el año en el que el genio de don Raffaele Masprone hizo posible la transformación del palacio en un hotel milagroso. René Lecler siempre decía que el Gritti siempre le ganaba la partida final. Durante días buscaba en vano un fallo: Algo que no fuera perfecto€¡incluso un modesto "faux pas"! Decía que el primer habitante de aquel templo del Cinquecento, el Dogo Andrea Gritti, seguía vigilándolo todo desde su retrato, al fondo del Salón que lleva su nombre.

Conocí al director del Gritti Palace, el eminente Natale Rusconi. Tenía el aura de un cardenal post-tridentino. Poseía con plenitud el equilibrio entre una bondad algo fría y distante y la tensión vigilante y contenida de un buen Príncipe de la Iglesia. Giuseppe Cipriani, el dueño del cercano Harry's Bar, donde Hemingway tenía siempre una mesa reservada, se lo arrebató al Gritti para dirigir otro mito veneciano, el Cipriani.

Como un grito en la noche me llegan visiones precursoras del Apocalipsis en la Venecia de hoy: los obscenos rascacielos flotantes que mancillan, sin piedad, la ciudad otrora sagrada. Como breve exorcismo evoco aquella meditación de Maugham : "En este mundo hay pocas cosas tan agradables como estar sentado en la terraza del Gritti, al final de la tarde, cuando el sol, a punto de desaparecer, baña con colores increíbles la iglesia de Santa Maria della Salute, al otro lado de las aguas." ¿Hasta cuándo?