Regreso a esta aventura de beberme la vida a tragos por las bocacalles escritas de una columna con una sola certeza. Con una sensación que abraza el paradójico inconveniente de que, prácticamente, no se puede expresar con palabras.

La última vez que me sacudí el vértigo de opinar en negro sobre blanco, frente al espacio nómada de un periódico, no retumbaba en mi retina el soniquete innato de aquella canción de Serrat que invoca la epopeya de unos locos bajitos.

Hace ya tres años y cuatro meses que mi mirada pasó a ser, sin forzar nada, distinta. Dejó de perternecerme o, cuando menos, me invitó a compartir su propiedad con esa espiral única que desemboca, sin cerradura ni contraseña, en las profundidades de una sociedad natural y secreta que congrega a padres e hijos.

Ahora, mientras encadeno con pudor tales palabras, me pregunto si el reencuentro con este bumerán de papel en esta fecha concreta -en la antesala de la primera Cabalgata de Reyes que mi hija disfrutará con una plenitud de conciencia incontrolable- obedece a una casualidad sin importancia o a una feliz cabriola del destino.

Allá por 2011, sin esperarlo ni buscarlo, la vueltas que da la existencia de cualquier criatura me embutieron en uno de aquellos trajes de paje que bordaba con sus manos Sara Luque. Esta inolvidable sastre malagueña andará hoy rematando los atuendos de Sus Majestades de Oriente allá donde esté y mañana estará muy viva en la memoria de mucha gente, que añorará su presencia por primera vez en una tradición que ya no se entendía sin ella. Fui, como intentaba decir, paje del Rey Melchor por las calles de Málaga y el encargo que acepté sin entusiasmo se transformó en una experiencia tan irrepetible como debe ser el privilegio de escudriñar por unas horas el reino de la inocencia.

Y, un par de años después, la misma vida que mezcla cal y arena me puso a escribir con el corazón helado la noticia más dolorosa que puede airear una tarde del 5 de enero. Por muchos instantes, esa porción de día mágico dejó de serlo para siempre hasta que el tiempo siguió su curso y la primera sonrisa de un niño dibujó la hoja exacta del almanaque en la que soñamos despiertos.