El glamour, si es impostado, será cualquier otra cosa, pero no glamour. El glamour, en adelante glamur, tal y como lo refiere la RAE, no se aparenta: se tiene o no se tiene. Evidentemente, cualquier gala se puede celebrar en sillas de plástico; que pasar, lo que es pasar, no pasa nada. Pero, ante todo, el glamur, como les digo, presupone una serie de condiciones entre las que se halla el saber estar. Porque si la más que comentada gala de los Goya, por ejemplo, bien puede festejarse en un Palacio de Deportes, ¡que no pasa nada!, igual pudiéramos pensar, por no mezclar churras con merinas, que la espontaneidad y la frescura que rezuman el mundo de lo deportivo, unidas a la informalidad de las sillas de plástico del evento, ¡tan válidas como pudieran serlo otras!, no cuadran demasiado con esa impostada pretensión de forzar o inyectar glamur con calzador a un evento que, no por su ligazón con lo cinematográfico, tiene la obligación de irradiarlo. Porque digo yo que, si es que te vas a sentar en una silla de plástico desde la que la semana pasada se coreaba «a por ellos, oé,» con una vuvuzela, igual tampoco es muy, muy, muy preciso ir de Versace ni encargar una alfombra roja para que las referencias masculinas y femeninas de nuestro séptimo arte se crean Rita Hayworth o Clark Gable. Saber marcar las distancias y eludir la soberbia de las apariencias siempre ha sido patrimonio de la inteligencia. Recuerden, por otro lado, dicho sea de paso, que es al Diablo a quien le puede la soberbia. Igual, posiblemente, lo más inteligente de la noche fue el gesto de Pepa Flores que, tras haber bebido las hieles y las mieles de la fama que provoca el celuloide, se mantuvo en sus trece, con un par, renunciando a la artificiosa luminiscencia del neón con tal de seguir amparada en el anonimato de su verdadera vida: la vida que no bebe del photocall, la vida cierta, la de las alfombras que acaban en la Palmilla y la de los atriles del evento donde, a los pocos días, zagales de los equipos de balonmano de la provincia se hacían fotos para colgarlas en Instagram. Esa vida verdadera de las lujosas y exuberantes indumentarias que lucieron multitud de invitados y que, a costa de un día de gracia, acabarán en los fondos de los armarios caseros asesinadas por su propia extravagancia y ante la imposibilidad de poder exhibirse, al menos de modo natural, en ningún otro acto de la vida ordinaria cualquiera de los restantes trescientos sesenta y cuatro días del año. Todo ello encuentra su causa y origen en el excesivo escaparatismo y en el indubitado postureo de la cinematografía nacional, que no entiende que el glamour, al menos no necesariamente, va ligado al mundo del celuloide. Por otro lado, el de Sophia Loren o Lauren Bacall sepan todos que les viene de nacimiento, no porque se lo haya concedido tal o cual trapo de tal o cual firma y, ni mucho menos, ninguna alfombra roja. En España, el cine es el fútbol de las artes en el peor de los sentidos de la palabra fútbol. Y es que, desde lo personal y sin duda alguna, antes le pondría yo una alfombra roja, por toda su trayectoria profesional, a Mariano Barbacid que a muchos de los que desfilaron por la de los Goya creyéndose alguien. Y, ya que estamos, desde aquí, desde Málaga, puestos a pedir, pido alfombras rojas, iniciativas institucionales y presupuesto público no sólo para el cine, sino también para la poesía, el teatro, la danza, la música, la pintura y el deporte. A fin de cuentas, protagonistas tienen todas esas disciplinas y artes como para merecerse dicho reconocimiento y mucho más. Tengan, por lo demás, cuidado, mucho, con las alfombras rojas. Dicen por ahí en el oráculo del saber, léase Internet, que las mismas no son sólo marca de glamur sino también de prestigio y que, además, implican un estatus y una supremacía que se ha ganado con esfuerzo y trabajo duro. Sean cautos al pasear por ellas. Estén seguros, llegado el caso, de que se lo merecen. No vaya a ser que la soberbia les deje en manos del ridículo, o del Diablo.