En 1977 me encontraba en Viena, estudiando en el Theresianum la complicadísima historia de Europa Central. No puede decirse que la antigua capital del Imperio Austrohúngaro fuera en aquellos años la alegría de vivir. Por las calles se veía poca gente joven y escasos niños, la programación cultural era muy intensa pero muy cara y solo podíamos acceder a los grandes espectáculos cuando nos regalaban entradas en la propia Akademie. El recuerdo al tercer hombre en la noria del Prater, los paseos por el Ring, las tardes leyendo en los jardines del Belvedere, las divagaciones acerca del disparate de la voladura controlada del imperio, impuesta por el presidente norteamericano Wilson en Versalles, en cualquiera de los maravillosos cafés de la Mariahilferstrasse o el Graben, las visitas al Kuntz a saludar a la Infanta Margarita de seda nacarada y plata, llegaban a resultar parecidos a una indigestión de Sachertorte para gente de veintitantos años como éramos por aquel entonces. Durante décadas ha habido un exceso de nata en la elegantísima Austria y el salero de Cellini siempre ha estado vacío. Pero la dignidad y el rigor en el cumplimiento de las formalidades protocolarias estatales en aquel pequeño resto de un gran imperio, siguen pareciéndome admirables y envidiables. Y hoy día aún más: recuerdo vivamente el funeral de estado en recuerdo de todos los emperadores austriacos en la cripta de los capuchinos, la Agustinenkirche, en presencia del canciller y su gobierno. Entonces aquí discutíamos si reforma o ruptura y ahora seguimos cuestionando hasta el sol que nos alumbra.

Todo esto que antecede se convirtió en la excusa para tomar la decisión de hacer una excursión a Praga, lo cual tenía una cierta dosis de aventura: para ello había que cruzar el Telón de Acero, la Iron Curtain. Para el muy alto porcentaje de población que estoy seguro que desconoce a qué me estoy refiriendo, explicaré que por aquellos años, Europa se encontraba dividida en dos bloques irreconciliables. El bloque soviético y el bloque occidental, es decir, comunistas y capitalistas, súbditos y ciudadanos, personas con solo deberes y personas con derechos y deberes. Los primeros en el otro lado y los segundos en este. Y en medio una frontera ideológica, cultural, política, social, económica y por supuesto militar. Lo que nosotros desconocíamos es que esa frontera era también física. El autor del bautizo de esa abominación fue el gran Winston Churchill, sin la menor duda, el auténtico vencedor de la Segunda Guerra Mundial, desde que pronunció el famoso «we shall never surrender» y el más inteligente y culto de los líderes aliados, frente a la cazurrería ratera de Stalin y la enfermiza lentitud de Roosevelt en tomar la decisión de salvar al soldado Ryan, que no era otro que Europa. En un discurso pronunciado en 1945 Churchill profetizó al mundo que «desde Stettin, en el Báltico, a Trieste en el Adriático, ha caído sobre el continente (Europa) un telón de acero». Por supuesto que esa expresión se había usado anteriormente, desde un pasaje bíblico hasta Chesterton, pero era preciso ser tan culto con el premier británico para hallar la exacta denominación que definiera la realidad europea desde 1945 hasta 1989. Este tipo de cosas no se enseñan hoy en los colegios y la juventud lo ignora. Quizás por eso el color rojo vuelve a estar de moda en política. Desgraciada e ignorantemente.

El ferrocarril transeuropeo entonces no tenía nada que ver con algo parecido a un Ave. El nuestro era un tren ruidoso con asientos de plástico imitando cuero en un compartimento de seis personas en el que unos ingleses fumaban ininterrumpidamente y el aire bien fresco de principios de otoño penetraba por las ventanas abiertas, mientras un paisaje de bosque de altos abetos se veía interrumpido de vez en cuando por manchones de hierba intensamente verde. Uno de mis amigos españoles fue el primero que descubrió una torre de vigilancia que sobrepasaba en altura a los árboles, como una jirafa gigantesca observando hasta el último rincón en torno suyo. Podíamos ver a los soldados armados con kalashnikof -esa visión nos acompañó mientras estuvimos en el otro lado- que fumaban tranquilamente a la espera de nada. Súbitamente el bosque desapareció y en su lugar contemplamos una gran llanura a ambos lados de la vía, bloques de acero aquí y allá que hacían imposible cualquier posibilidad de conducción, una barrera de alambres electrificados que se perdían en los límites lejanos del paisaje y unos amenazadores carteles que me recordaron a las películas de la Guerra Mundial en los que podía leerse achtung minen.

La entrada en la estación de la frontera checa era literalmente un cambio radical de escenario, otro mundo, otra atmósfera, un lugar donde un soldado por el hecho de ir armado y representar al estado proletario, podía gritarte, amenazarte, o empujarte sin la menor contemplación. Es posible que alguno crea que exagero. Bien, nosotros entramos en el paraíso comunista barriendo. Literalmente. Porque cuando el tren se detuvo pudimos contemplar que los andenes de la pequeña estación pueblerina estaban ocupados por soldados armados, acompañados por perros policías. Con toda naturalidad, cosa por otra parte lógica teniendo en cuenta que no había ni una sola persona civil a la vista. Unos soldados golpeaban los bajos del tren con barras metálicas, otros subieron al vagón y con una escalera de tijera desmontaron un plafón del techo para examinar con una linterna, mientras que una policía con una especie de bandeja colgada de su robusto cuello con unas correas, recorría el pasillo, requiriendo pasaportes y visados, que examinaba con gesto adusto y desabrido. Cuando vio que el suelo de nuestro compartimento estaba lleno de cenizas y colillas que aquellos ingleses gamberros habían tirado al suelo, empezó a gritar y nos obligó a recoger con las manos aquellos restos con intenso olor a nicotina. Esa fue nuestra entrada en el paraíso del pueblo trabajador checo.

La estación de Praga era un enorme edificio soviético de interminables andenes y pasillos y un gigantesco vestíbulo que presidia una enorme cabeza de Carlos Marx, muy parecida en su concepción a los Goya. Pero desde el primer momento supe que iba a enamorarme de aquella triste y decadente ciudad.

Aunque ya hacía varios años de la llamada 'primavera de Praga', el ensayo imposible del socialismo con rostro humano, que intentó Alexander Dubcek y que trajo consigo la invasión del país por las tropas del Pacto de Varsovia, un tanque ruso se hallaba permanentemente aparcado junto a la estatua ecuestre del rey Wenceslao en el centro de la ciudad, la gente caminaba por calles y plazas con la tristeza y la humillación en sus rostros, no existían tiendas, salvo algunas viejas librerías en las que el nombre de Kafka era tabú y la religión católica era practicada por los ancianos como en muchos de los países en que la sumisión a una potencia extranjera exige usar armas no convencionales como reafirmación del sentimiento de pertenencia a un pueblo oprimido, léase Polonia, o Irlanda. Los titanes de la puerta de entrada al recinto del Castillo resultaban un grotesco remedo de la lucha desigual que aquel pueblo mantenía con el ocupante soviético, pero aquella era una ciudad diferente. Podíamos oír nuestros pasos caminando por las callejas de Mala Strana, pasear por el cementerio judío de la ciudad del golem y recordar al rabino Low, las luces amarillentas y de escasa potencia daban un aire fantasmal a nuestras propias sombras, el musgo y la humedad de siglos cubrían las tumbas de askenazis centroeuropeos y sefarditas españoles, el silencio impregnaba una ciudad que era cualquier cosa menos un parque temático. Porque ya había rabia en los rostros de los estudiantes que provocaría años después «la revolución de terciopelo» que encabezaría Vaclav Havel, aquel autor teatral que entonces intentaba ser conocido en la literatura de un país que había engendrado a Jan Huss y a Kafka, a Vladimir Holán y a Kafka y Milan Kundera. Pero sobre todo, es muy difícil destacar ante un Rainer Maria Rilke, ese inmenso poeta al que el dolor de vivir se le escapaba por sus ojos azules transparentes. Nunca olvidaré las horas acodado en el pretil del puente de Carlos, viendo y oyendo fluir lentamente al Moldava, mientras en mi cabeza resonaban una y otra vez las notas de la hermosísima composición de Bedrich Smetana, esencia del nacionalismo pacifico checo, que solo expresa en sus notas el inmenso amor de los checos por su país, por «Mi patria», como bautizó el compositor ese gran poema sinfónico y al fondo en las alturas la silueta inconfundible del «Castillo» y la catedral de San Vito, en la que, muchos años después de las reformas del Concilio Vaticano II, la misa continuaba diciéndose en latín y a espaldas del pueblo, como expresión de negación a aceptar cualquier tipo de imposición externa. Esa es la Praga que yo conocí. La del silencio ante el opresor y la carga literaria y musical de Antonin Dvorak, potente y rebelde en un caso similar a la Irlanda oprimida por Inglaterra antes de la independencia. Religión, música y literatura como armas de lucha. El palacio Schwarzemberg, el Kinsky, el Stenberg, eran restos amarillentos, el amarillo imperial, muestra de un pasado glorioso muerto y las iglesias barrocas, con esa potencia bellísima del barroco centroeuropeo que resulta elegante y grácil en su opulencia, seguían abiertas, siempre llenas de velas votivas expresión de una protesta luminosa y silenciosa. Incluso el Niño Jesús me parecía un símbolo de rebeldía, un chico que en cualquier momento podía despojarse de sus pesadas vestiduras recamadas y emprenderla a pedradas con los soldados rusos que patrullaban la antigua capital bohemia. Aunque en el monumental Teatro Nacional la programación diaria integraba siempre alguna obra de algún compositor checo. Pasear en silencio y solos por aquellas plazas y calles empinadas era casi como salir del mundo real, como escapar de una realidad asfixiante. A veces también la decadencia puede ser una muestra de rebeldía. Praga era una ciudad cansada, con un cansancio que te penetra en la piel y ya no te abandona. Ni siquiera el recuerdo del 68 les ilusionaba, porque la gente solo quería reflexionar, pensar hasta el fin sin miedo el porqué de aquel mundo sin horizontes.

Hoy en día, cuarenta y cinco años después de lo que estoy contando, casi todo el mundo ha ido a Praga, en uno de esos circuitos exprés que las agencias de viaje llaman «ciudades imperiales», pero la diferencia entre el hoy y el ayer debe ser abismal. Y digo «debe ser» porque nunca he vuelto a la capital de la hoy Republica Checa, Riadas de japoneses y occidentales de todo tipo de pelaje recorren sus recónditas calles y plazas, las hamburgueserías campan a sus anchas y las tiendas de trapos lo llenan todo. Incluso creo que la capital del antiguo reino de Bohemia es una de las grandes productoras de pornografía a nivel mundial. Y nada de eso me interesa.