Escribí "De acuerdo. ¿Qué quieres que haga?" y la respuesta fue inmediata "Escribe, Mayo, ¿no es eso lo que siempre has querido hacer?". Mi casero amenazaba con duplicarme el alquiler, Aura y yo habíamos discutido por enésima vez, había encontrado un fardo bajo el puente de hierro del río Guadalmedina, allí había cogido un sobre manchado de un líquido rojo, ¿sangre?, y me habían despedido. El sobre contenía 1.000 euros, la oferta del presunto asesino por escribir el primer capítulo de su historia, y una bolsa de plástico con un mechón de pelo. Revisé el chat y comprobé que las fotos y el vídeo de la estudiante de español habían desaparecido. Milagros de la tecnología moderna. Pues sí, pensé, escribiré. Si tenía que escribir su historia necesitaba conocer, a grandes rasgos, qué quería que contase. Desde el principio. Hasta el final. Mientras caminaba hacia mi apartamento, le expliqué que lo mejor sería que nos conectáramos por Skype. Ya había dado varias clases particulares así y era mucho mejor que hablar por teléfono o por mail. Podía abrirse una cuenta con sólo tener un correo electrónico, el mismo con el que se había registrado en Instagram. Y podía ponerse una máscara para que yo no le reconociera. Podemos empezar ahora mismo, escribí. Lo que tarde en llegar a casa.

—Podría estar libre a la una —respondió—. ¿Te vendría bien?

Así que no disponía de todo su tiempo. Vaya asesino, pensé. La hipótesis de la broma seguía vigente. Una broma pesada, muy elaborada, pero desagradable. ¿Cómo podía saber si aquel líquido rojo era sangre? ¿Y si no era una broma y era un tipo que quería hacerse pasar por un asesino? ¿Tendría que devolverle el dinero? Me dirigí a la tienda de Adolfo Domínguez de la calle Santa María. En el escaparate seguía la chaqueta que tanto le gustaba a Aura. Cazadora efecto piel con cremallera, 158 euros. La compré y seguí camino del apartamento.

—Necesitaría que me dijeras —escribí— algún libro que te haya gustado. Para utilizarlo como modelo.

No sé qué estaría haciendo, pero debía tener el móvil cerca porque contestó casi inmediatamente. Muchos, escribió. Así reciente le había gustado Tiempo de siega, una novela negra, escrita con rigor histórico, protagonizada por un expolicía republicano en la España de la posguerra. No hacía mucho que la habíamos presentado en la librería. Seguro que había hablado de ella en mis talleres y el club de lectura. Si descartaba a todas las mujeres —a estas alturas ya no creía que detrás de El asesino del Guadalmedina hubiese una mujer, por lo que había eliminado a las estudiantes de español de mi lista de sospechosos— me quedaban apenas cinco hombres. Dos eran jubilados, uno de ellos había sido profesor de lengua, había también un mensajero que soñaba con escribir un best seller para vivir de la literatura, un estudiante de periodismo desencantado y un arquitecto. ¿Sería uno de estos cinco el responsable? No recordaba que ninguno hubiera estado en la presentación. Es una gran novela, escribí. Tiene una atmósfera que te transporta, como si desnudara el entorno. Está muy conseguida. Y la investigación del asesino resulta muy sólida. Guillermo Galván, el autor, se había documentado tanto que esta novela era la primera de una serie. La segunda, La virgen de los huesos, debía estar a punto de salir. Le escribí al asesino del Guadalmedina diciéndole que Guillermo Galván era muy activo en Facebook y que, si lo que quería era algo de ese estilo, lo mejor sería que se pusiera en contacto con él. Incluso yo podía escribirle. Desde la presentación guardábamos buena relación y amenazaba con volver a presentar la segunda parte. Su respuesta fue inmediata.

—A él no le conozco. A ti sí.

Así que era eso. Habíamos coincidido en algún momento. Sólo esperaba que no me guardase rencor. Algunos alumnos de los talleres pueden sentirse muy ofendidos cuando les intentas ayudar a mejorar un texto. Entonces, ¿has venido a alguno de mis talleres?, pregunté. Sí, Mayo, escribió. Pero tú no me recordarás. El último día del curso nos dijiste que, si nos cruzábamos por la calle, sería más fácil que te acordases del cuento que habíamos escrito que de nuestro nombre. Aquella gilipollez era mía, cierto. Pero la verdad es que, en general, me interesan más las historias que las personas. A todos los niveles. Bueno, siento si te molestó algo de lo que dije, escribí. A veces se me va la pinza y digo lo primero que se me ocurre. Tengo muy buen recuerdo, respondió. No te habría escrito si no pensara que crees en lo que haces. Puedes equivocarte, como todos, pero no tienes mala fe. Solucionado, podemos vernos a las 13 horas. ¿Te parece bien?

Abrí la puerta del portal. Todavía no eran las doce. Aura llegaría sobre las tres. La videollamada podía durar dos horas, más que suficiente para que El asesino del Guadalmedina me contara su historia. Si un antiguo alumno quería que pusiera por escrito sus paranoias, ¿por qué iba yo a negarme? Tenía que reconocer que se había currado la puesta en escena. Un capítulo, mil euros, recordé. Y casi se me escapa una carcajada. Tenía tiempo y dinero, ¿no había sido Virginia Woolf quien había dicho que eso era lo único que necesitaba una mujer para ser novelista? Al final de nuestra videollamada, le diría que leyera Un cuarto propio. Era un ensayo delicioso. Aunque El asesino del Guadalmedina no fuese una mujer, podría sacar mucho provecho de esa lectura. Llegué al cuarto piso y encontré una pareja en la puerta de mi apartamento. Un hombre y una mujer. Policías, agentes, polizontes, maderos, guripas, bofia, pasma. Él era grande, calvo y tenía una barba muy poblada. Ella, atlética, con el pelo recogido en una coleta y la camisa metida por dentro del pantalón. No sé en qué película lo había visto, pero el miedo me empujó a actuar así. Les saludé y subí el siguiente tramo de escaleras. Sólo esperaba que no supieran que el edificio no tenía quinto piso. La puerta de la azotea estaba cerrada con llave. La llave estaba dentro del apartamento. Me quedé allí de pie, donde no podían verme, y escuché que volvían a llamar.

  • ¿Qué te gustaría que hiciera Mayo a continuación?