Salgo de casa (por obligación, para ir a trabajar) y veo a una señora atildada, elegante, diríase que con porte aristocrático. Alta, de unos sesenta años, delgada, rubia. Es lo único que veo en mi calle, que es una calle populosa y vicecéntrica, o sea, no céntrica del todo pero tampoco periférica. La señora lleva una bolsa con el pan. Bueno, es una bolsa de una conocida cadena de panaderías, a lo mejor lo que lleva dentro es un libro, un hámster, un extintor, una tablet o unos versos que le ha robado al aire. Pero lo más seguro es que lleve pan. La panadería que da esas bolsas está a solo unos metros del portal al que veo ahora entrar a la señora atildada, elegante diríase que con porte aristocrático. Hay obligado confinamiento, no tiene mucho aspecto de tener que trabajar, no se puede salir a la calle así como así. Deduzco que se ha arreglado de tal guisa para bajar a por el pan. A sabiendas de que no la va a ver nadie. Bueno, sí, el panadero o panadera. Nada más. Y yo. Soy muy fan de quienes incluso para bajar a por el pan se arreglan y perfuman y se atavían con sus mejores galas. Es un símbolo de elegancia, pero también de dignidad. Incluso de respeto hacia los demás. Mi mujer siempre me dice: vístete bien, no te vayan a dar un homenaje. Descuidarte es también agredir al otro. Ya sea por la vista o el olfato. Mucha dignidad en esa señora que lleva el pan y que tal vez no vuelva a salir hasta mañana por la mañana, es decir, hasta dentro de 24 horas. Pero un buen rato antes, ceremoniosa y decidida, vivaz y convincente, gastará tiempo y energía en presentar un aspecto inmejorable. En derrotar a la desidia. En acojonar al derrotismo. Alguien la verá, hoy soy yo, y capturará ese instante. La elegancia en los tiempos del virus. Contrarrestar el virus del abandono. Ser más coquetos que nunca. El primer sábado de confinamiento estuve a punto de colgar en Twitter una foto con smoking y copa de champán. Era sábado noche, tenía buena compañía y no se me ocurría mejor sitio para estar que en mi casa. Pero temí ser tomado por frívolo, figúrense que temor más frívolo. El sábado noche siempre será sábado noche. Lo que nunca sabe uno es cuántos le quedan. Ni si el esmoquin seguirá sirviendo dentro de unos días, visto lo que hemos llenado la nevera por si acaso, y visto lo poco que nos movemos. Pongámonos nuestras mejores galas para ir a por el pan o el periódico, para sacar al perro, ahora que no podemos ir a bares ni a cócteles, ni a presentaciones de libros, al teatro o a inauguraciones. Ahora que a lo mejor salimos a la calle y no nos ve nadie. O eso creemos.