Lunes. Una novelita de humor abandonada reaparece en el escritorio de la computadora. Ahí, como diciendo aquí estoy. Tómame o déjame. Sería momento para retomarla. No sé si momento para el humor. De otro lado ando pensando (¿dos verbos juntos, Loma?) si engatusar a varios escribidores para perpetrar un folletín a varias manos. Una historia por entregas, cada uno un capítulo. Podría publicarse en el periódico. Y luego en un librito. Ensoñaciones. El entusiasmo de los convocados será grande. Si me dejan al timón, el fracaso podría estar asegurado. Me consuelo: más por dejadez que por falta de imaginación para escribir.

Martes. Firmaría muchos días así. Egoísmo puro. O entreverado. Día entre semana y no hay despertador, sí tiempo para la lectura. Y mermelada. En el declinar de la tarde, paseo con mi hijo y su patinete. El aire está limpio; está entrando el calor. Por primera vez en tantas y tantas jornadas los aplausos me pillan fuera, llegando al portal. El espectáculo desde otro ángulo. Predominan las mujeres. Sobre todo en un bloque que no tiene balcones y sí ventanas. Una vida tras cada ventana. Ya en casa abro una cerveza. Miro una aceituna industrial, rellena de anchoa. Trato de recordar alguna frase de las que pronuncié hace unos años cuando di el pregón de la Fiesta de la Aceituna en Alozaina. Sería una frase sin anchoa. Vemos 'Sergio', biopic de Netflix sobre Sergio de Mello, diplomático brasileño de la ONU, que tuvo un papel decisivo en Timor Oriental e Irak en los tiempos de Kofi Annan. Salgo al balcón a ver la noche. Qué días iguales tan diferentes.

Miércoles. Iba a participar en un programa de radio a las ocho de la mañana del que finalmente me desconvocan la noche antes. Como el cuerpo es sabio, o idiota, me despierto cinco minutos antes de que comience el espacio. Hago pruebas de voz. Enciendo la radio. Y me pongo a participar mentalmente en el programa, como si estuviera allí. No estoy mal, oye. Disimulo un balbuceo. Doy atinados argumentos, rápidas réplicas y hasta hago un chistecito que es unánimemente celebrado por el resto de contertulios. Verás tú que ahora bajo a por el pan y me dice mi portero que me ha escuchado.

Jueves. Profetizar sobre la ruina económica que se viene encima se ha convertido en un género literario. Por todas partes textos al respecto. Se debate uno entre cigarra y hormiga.

Viernes. Horarios, fases. Desescalada. Tramos. Esto es el paraíso de los que manejan los Excel, los cuadros, los cronogramas, las tablas y todo eso. Leo siete columnas en cuatro periódicos. También puedo uno optar por utilizar los post it y colgarlos por toda la casa. Con indicaciones y recordatorios. O no salir de casa para nada nunca y en ningua ocasión. Confinado en corbata y con el salvoconducto (deliciosa palabra) de periodista en el bolsillo, no sea que me cruce en el pasillo con mi otro yo, que tenía vocación de arquitecto. O con un policía de ventana. Que vea mi pasillo desde su domicilio a través de prismáticos.

Vemos a través del ordenador un concierto organizado por los sindicatos con motivo del Primero de Mayo: Rozalén, Javier Ojeda, Soledad la de Presuntos implicados, que canta aquello de 'Cuanto hemos cambiado'. No lo sabes tú bien, Soledad. «El verdadero descanso es cambiar de actividad», me decía un cura en el colegio. Salgo del concierto. Supongo que comerte una magdalena convalida como actividad. Los viernes siempre son viernes, y encima hoy es fiesta. Habría que celebrarlo, me digo. No veas tú la cantidad de cosas que me digo a mí mismo estos días. O sea, vagos planes gastronómico-cinéfilos para la noche en el sofá. Qué te juegas que encuentro las Kelme y salgo mañana a pegar carreras.