Catherine Susan Genovese, conocida como Kitty, vivía en Nueva York y fue apuñalada hasta la muerte cerca de su casa en Kew Gardens, en el condado de Queens. ?La falta de ayuda de los que estaban cerca de ella la noche desgraciada de su muerte apareció en un artículo de prensa dos semanas después y provocó la investigación por unos psicólogos de este fenómeno social conocido como efecto espectador o síndrome Genovese. Pero ¿qué sucedió realmente aquella noche del 13 de marzo de 1964?

Genovese conducía su Fiat rojo después de trabajar mientras que, sin darse cuenta, otro coche la seguía. Llegó a casa a eso de las 3.15 de la madrugada y aparcó donde pudo, a unos 30 metros de su apartamento.

Winston Moseley, así se llamaba la bestia, se le acercó, corrió hacia ella y la apuñaló dos veces en la espalda. Genovese gritó como pudo y el caso es que fue oída por varios vecinos, incluso uno de ellos dijo en alta voz al agresor «¡deje en paz a esa muchacha!». Entonces, Moseley huyó y Genovese, con mucha dificultad, siguió, sangrando, hacia su viejo apartamento.

Algunos testigos vieron a Moseley subir a su coche y alejarse pero€ volvió diez minutos más tarde, no había terminado su trabajo. Buscó concienzudamente a su víctima por los alrededores, el aparcamiento, la parada del metro, el bloque residencial€ y encontró a la pobre Genovese. Estaba tirada en el suelo y no se sabe si consciente del todo, mejor que no. Entonces, Moseley acabó de apuñalarla con saña. Se sabe, por las heridas de cuchillo que presentaba Genovese en sus manos, que intentó, vanamente, defenderse de aquel asesino. Mientras la vida se le iba como una exhalación, él la violó, le robó los 49 dólares que llevaba y la dejó tirada allí en el asfalto. Todo esto duró una media hora y nadie la auxilió.

Minutos después de este segundo ataque, Karl Ross, un testigo, llamó a la policía y ésta y el personal médico llegaron minutos más tarde. Genovese murió en la ambulancia camino del hospital.

La investigación posterior determinó que unos 12 vecinos habían visto u oído alguna escena de la salvaje agresión. Según la teoría del síndrome Genovese, disminuyen las posibilidades de auxilio a medida que crece el público.

— Pues no lo sabía, yo creía que era al revés, cuantos más testigos€ más posibilidades de que alguien diera un paso al frente -le dijo él a ella mientras corrían por el Paseo Marítimo Pablo Ruiz Picasso atestado de gente haciendo deporte, como ellos, o paseando, mirando el mar€ un sábado de confinamiento parcial, como los últimos días-.

— Pues sí, ya ves cómo somos.

Una joven, que vivía cerca, en Pintor Sorolla, runner desde hacía años, también pasaba por allí y escuchaba a través de sus auriculares una entrevista en radio a un afamado empresario, Martin Varsavsky, que había desarrollado una app para identificar a la población infectada y tener un mapa general del problema. «Hay dos modelos», explicaba el empresario, «el que funcionó, que es el asiático, y el que esperamos que llegue a funcionar, el occidental... Los asiáticos se preocuparon menos por la privacidad durante la pandemia y, es admirable, han parado esto sin parar la economía...».

Ella siguió corriendo como miles de personas en aquel momento en esta parte del litoral malagueño y en otros muchos lugares de la ciudad. Unos sorteaban a los que les venían de frente, otros no tenían más remedio que rozarse, los había que despedían su sudor con el pelo al viento como una ducha que salpica a todo su entorno, los había con mascarillas y guantes y quienes no contaban con ninguna protección. Estaban mezclados, todos juntos, niños y ancianos, jóvenes y perros, los que montaban en bicicleta con los que se deslizaban en patines, con camiseta y sin ninguna prenda superior, los que acababan de salir del baño con los que llevaban una toalla al cuello. Málaga era una fiesta mientras un asesino en serie e invisible se cobraba nuevas víctimas como ya lo había hecho antes en otras manifestaciones multitudinarias mientras la gente reía, conversaba, se cogía de la mano, saludaba a sus conocidos y amigos... Hacía buen tiempo en Málaga aquel día y lucía el sol. Adelardo López de Ayala había escrito hacía mucho:

Yo perdonara la traición artera,

huésped eterno de tu pecho ingrato,

si alguna vez en tu amoroso trato

me hubieses dicho una verdad siquiera.